Cartas Pastorales

El Evangelio de Hoy Domingo 19 marzo 2017

Jn 4,5-42

El agua que sacia la sed de Dios

En el encuentro de Jesús con la mujer samaritana junto al pozo de Jacob, que leemos en este Domingo III de Cuaresma, encontramos la respuesta a un anhelo profundo que expresaba el fiel del Antiguo Testamento: «Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo, ¿cuándo iré a ver el rostro de Dios?» (Sal 42,3). Como vemos, se trata de una sed del alma que había quedado insatisfecha, porque sólo en el encuentro con Jesús se puede saciar, como él mismo lo declara: «“El que tenga sed, venga a mí y beba el que crea en mí”. Como dice la Escritura: “De su seno correrán ríos de agua viva”» (Jn 7,37-38).

Cansado por el camino, Jesús se había sentado junto al pozo, mientras sus discípulos iban al pueblo a comprar alimentos. El evangelista recuerda una circunstancia que él siente en su propia piel, como testigo presencial: «Era alrededor de la hora sexta», es decir, exactamente el mediodía, cuando el sol cae verticalmente. Ocurre lo que es de esperar, tratandose de  un pozo que provee de agua el pueblo: «Llega una mujer de Samaria a sacar agua». Para esa mujer era una acción de rutina, que repetía todos los días. Lejos estaba ella de imaginarse que le esperaba ese día un encuentro que transformaría su vida. Jesús abre el diálogo con la mujer manifestandole una sed que ella puede saciar: «Dame de beber». El pozo era particularmente hondo y Jesús no tiene con qué sacar el agua. Sorprendida, antes de satisfacer esta petición, la mujer expresa su extrañeza: «¿Cómo tú, siendo judío, me pides de beber a mí, que soy una mujer samaritana?». Subraya su identidad –samaritana y mujer– para hacer notar que Jesús, dirigiendole la palabra, más aun pidiendole algo, transgrede dos convenciones, una, nacionalista: los judíos no tratan con los samaritanos; y otra, de orden social: un varón no hablaba con una mujer desconocida en la vía pública. El interés de Jesús por esa mujer lo hace pasar por encima de ambas consideraciones humanas. Pero a esto tendríamos que agregar un tercer motivo para evitar a esa mujer, un motivo mucho más grave, que Jesús bien conoce: «Has tenido cinco maridos y el que ahora tienes no es tu marido».

Podemos imaginar el sufrimiento de la mujer en cada uno de esos episodios matrimoniales; y su situación con el sexto hombre es de adulterio –se insinúa que es marido de otra– o, en el mejor de los casos, de concubinato. Todo esto despierta la misericordia de Jesús; él ha venido a llamar a los pecadores y a darles la salvación. Quiere que la mujer, en adelante, goce de la vida y la felicidad verdaderas. Y esta transformación radical no se puede realizar sino a través del conocimiento de Jesús, como lo afirma San Pablo expresando su propia experiencia: «Ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, perdí todas las cosas, y las tengo por basura» (Fil 3,8).

Jesús no se detiene a comentar la extrañeza de la mujer y comienza a manifestarle su identidad: «Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: “Dame de beber”, tú le habrías pedido a él, y él te habría dado agua viva». La mujer sigue pensando en el agua del pozo: «Señor, no tienes con qué sacarla, y el pozo es hondo; ¿de dónde, pues, tienes esa agua viva?». Jesús le aclara que él no habla de esa agua: «Todo el que beba de esta agua, volverá a tener sed; pero el que beba del agua que yo le daré, no tendrá sed jamás, sino que el agua que yo le daré se convertirá en él en fuente de agua que brota para vida eterna». Jesús se revela como esa fuente de agua que sacia la sed de vida eterna. La mujer expresa su fe en él, exclamando: «Señor, dame de esa agua». ¡Ella ya está convertida!

Comenzando a intuir quién es Jesús, la mujer le plantea un problema religioso: dónde es que se debe adorar a Dios, en Samaría o en Jerusalén. No comprende la respuesta de Jesús y zanja la discusión diciendo: «Sé que va a venir el Mesías, el llamado Cristo. Cuando venga él, nos explicará todo». Entonces Jesús le hace una revelación asombrosa: «Yo soy, el que te está hablando». Es asombroso que la primera persona a quien Jesús revela su identidad sea una mujer samaritana y pecadora. Pero más asombroso aun es que la samaritana le haya creído.

En ese momento la samaritana recibió el agua que Jesús da, el agua que sacia la sed de Dios: «Venga a mí y beba el que cree en mí»; y ella ya creía. En ese momento ella misma quedó convertida en fuente de agua que brota para la vida eterna, como le había dicho Jesús. En efecto, ella vuelve al pueblo y dice a todos: «Vengan a ver a un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho. ¿No será el Cristo?». Esa pregunta, en realidad, corresponde a una afirmación: «Ciertamente, él es el Cristo». Ella fue causa de fe para otros: «Muchos samaritanos de aquella ciudad creyeron en él (en Cristo) por las palabras de la mujer…». Faltaba todavía que ellos mismos tuvieran un encuentro personal con Cristo. Lo tuvieron, porque Jesús se detuvo en ese pueblo dos días, al cabo de los cuales dijeron a la mujer: «Ya no creemos por tus palabras; que nosotros mismos hemos oído y sabemos que éste es verdaderamente el Salvador del mundo». Subrayan el título «Salvador del mundo», porque su poder salvador no se restringe a los judíos, sino que se extiende también a los samaritanos y hasta los extremos de la tierra. Este tiempo de Cuaresma se nos concede para que también nosotros escuchemos con más dedicación la palabra de Cristo y podamos tener la experiencia de esos samaritanos: «Fueron muchos más los que creyeron por sus palabras».

El evangelista Juan destaca el rol fundamental que desde el principio han tenido las  mujeres en la evangelización. Fue una mujer –esta samaritana– la primera a quien Jesús reveló su identidad –«Yo soy»– y ella la anunció a su pueblo; y fue una mujer –María Magdalena– la primera que vio a Jesús resucitado y fue enviada a anunciarlo a los discípulos (cf. Jn 20,16-18).

 

+ Felipe Bacarreza Rodríguez

Obispo de Santa María de los Ángeles

 

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