Cartas Pastorales

Evangelio de Hoy Domingo 6 agosto 2017

Mt 17,1-9

Ya no eres esclavo, sino hijo

Del número incalculable de seres humanos que han pasado por este mundo son muy pocos los que han dejado alguna huella en la historia y sobreviven en la memoria. Pero incluso éstos, con el pasar del tiempo, serán olvidados, como lo dice sabiamente el Salmo: «¡El hombre! Como la hierba son sus días, como la flor del campo, así florece; pasa por él un soplo, y ya no existe,

Ni su propio lugar se acuerda de él» (Sal 103,15-16). ¿Cómo trascender? ¿Cómo superar esta reducción a la nada? A estas preguntas responde el Evangelio de este domingo 6 de agosto, en que celebramos la Transfiguración del Señor.

«Jesús tomó consigo a Pedro, Santiago y su hermano Juan y los llevó aparte a un monte alto. Y se transfiguró delante de ellos: su rostro se puso brillante como el sol y sus vestidos se volvieron blancos como la luz». Además de los tres apóstoles intervienen otros dos personajes importantes del Antiguo Testamento, pero subordinados a Jesús: «Se les aparecieron Moisés y Elías que conversaban con él». Debe aún intervenir el personaje principal: Dios, representado, como ocurre a menudo en el libro del Éxodo, por una nube: «Una nube luminosa los cubrió con su sombra y de la nube salía una voz que decía: “Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco; escúchenlo”». Este es el punto culminante del episodio. ¡Dios declara solemnemente, ante testigos, que un hombre ­Jesús­ es su Hijo, es decir, de su misma naturaleza divina! Este es un hombre que no pasa con el correr del tiempo, porque siendo Dios verdadero, es eterno. Este es el único de quien Dios dice: «En él me complazco». Él es el único que agrada a Dios. ¿Cómo nos involucra a nosotros? Dios nos involucra por medio de su mandato: «Escúchenlo». Es una recomendación que se dirige a nosotros. Escuchémoslo, entonces.

Jesús insistió mucho en la necesidad de estar unidos a él, que es Dios y hombre, para poder recibir de él una participación en su vida divina y, de esta manera, una participación en su filiación. Escuchémoslo: «Yo soy la vid; ustedes los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de mí no pueden hacer nada» (Jn 15,5). Es la reducción a la nada ante la cual el ser humano es impotente. Jesús nos reveló el modo de lograr esa incorporación a él, como los sarmientos en la vid, para gozar de su vida inmortal: «Mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida; el que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él» (Jn 6,55-56). Solamente incorporados a él de esa manera, el ser humano trasciende y alcanza a Dios, lo alcanza como hijo suyo: «Yo soy el camino… Nadie va al Padre, sino por mí» (Jn 14,6). Jesús es el único camino, porque sólo en su Persona están unidos el punto de partida, el hombre, y el punto de llegada, Dios. A Dios lo llama «el Padre», porque a Él no puede llegar el ser humano, sino como hijo.

Bajando del monte donde Jesús se transfiguró ante los tres apóstoles, les ordenó: «No cuenten a nadie la visión hasta que el Hijo del hombre haya resucitado de entre los muertos». Les manda esto, porque antes de su resurrección, ni esa visión ni las palabras que hemos citado tenían sentido. A la luz de su resurrección, todo cobra sentido. Después de su resurrección, Jesús llama por primera vez a sus discípulos: «Mis hermanos» y declara que su Padre es también Padre de ellos, cuando dice a María Magdalena: «Anda donde mis hermanos y diles: “Subo a mi Padre y vuestro Padre, a mi Dios y vuestro Dios”» (Jn 20,17). Solamente después de su resurrección e incorporados a Cristo nosotros podemos decir con plena verdad la oración que él, durante su vida nos enseñó: «Padre nuestro, que estás en el cielo…» (Mt 6,9). Solamente, incorporados a Cristo, por la comunión de su Cuerpo y Sangre, podemos complacer a Dios, de manera que Él diga respecto de nosotros: «Este es mi hijo amado en quien me complazco».

San Pablo escuchó a Jesús y expone su enseñanza con claridad: «Cuando llegó la plenitud del tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer… para que recibiéramos la filiación. Y la prueba de que ustedes son hijos es que Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: “¡Abbá, Padre!”. De modo que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero por voluntad de Dios» (Gal 4,4.5,6-7). «Heredero de Dios» significa poseer todos los bienes divinos, sobre todo, la vida misma de Dios que es eterna. El apóstol escuchó a Jesús y vivió su condición de hijo, de manera que lo que escribe se basa en su propia experiencia de unión con Cristo, hasta el punto de declarar: «Estoy crucificado con Cristo y ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí; la vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Gal 2,19-20). San Pablo habla de «la vida que vive al presente en la carne». Es que espera una vida futura, que es gloriosa y eterna: «Cuando se manifieste Cristo, vida de ustedes, entonces también ustedes se manifestarán gloriosos con él» (Col 3,4).

La Transfiguración de Cristo es una clara revelación de su condición de Hijo de Dios hecho hombre y de nuestra vocación a ser hijos de Dios, por nuestra unión con Cristo. El que no cumple esta vocación, aunque haya logrado poder humano y éxito en esta vida, ha fracasado, como lo advierte Jesús: «¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si pierde su vida?» (Mt 16,26). La vida eterna, que consiste en la unión con Cristo, vale para el ser humano más que todo el mundo. Para alcanzarla y superar la reducción a la nada, acojamos la recomendación de Dios: «Escúchenlo».

 

+ Felipe Bacarreza Rodríguez

Obispo de Santa María de los Ángeles

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