Cartas Pastorales

El Evangelio del Domingo 3 julio 2022

Domingo 14−C

Lc 10,1-12.17-20

El que permanece en mí y Yo en él, ése da mucho fruto

En el Evangelio del domingo pasado veíamos el momento en que Jesús tomó la decisión de emprender el camino de Jerusalén y comenzó ese viaje. Las dos partes de ese Evangelio (Lc 9,52-56.57-62) son retomadas en la introducción del Evangelio de este Domingo XIV del tiempo ordinario, con la fórmula de unión: «Después de esto…».

«Después de esto, designó el Señor a otros 72, y los envió de dos en dos delante de sí, a todas las ciudades y lugares adonde iba a ir Él». Decíamos que el evangelista dejaba en suspenso la respuesta de los tres a quienes Jesús dirigió el llamado: «Sigueme». A la luz de esta secuencia, debemos deducir que ellos, advertidos de la total prioridad y dedicación que exige esa invitación de Jesús, no se echaron atrás, sino que lo dejaron todo y lo siguieron y que a ellos se agregan estos «otros 72» a quienes el Señor designó para enviar delante de sí (literal: «delante de su rostro»). El relato de las tres vocaciones tiene la finalidad de informarnos sobre la total entrega de estos 72 «enviados», apóstoles del Señor. Todos ellos fueron considerados «aptos para el Reino de Dios», porque son como quien «pone la mano en el arado y no mira atrás» (cf. Lc 9,62).

Cuando Jesús emprendió el camino −leíamos el domingo pasado− «envió mensajeros delante de sí» (literal: «ángeles delante de su rostro»). Este es su procedimiento habitual. Ellos entraron en un pueblo de samaritanos «con el fin de preparar para Él». Este mismo procedimiento uso el Hijo de Dios para cumplir su misión en este mundo, enviando como precursor a Juan el Bautista, cuya misión es revelada a su padre Zacarías, por el ángel Gabriel en estos términos: «Isabel, tu mujer, te dará a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Juan… irá delante del Señor… para preparar al Señor un pueblo bien dispuesto» (Lc 1,13.17). Y, cuando Juan nació, Zacarías, bendiciendo al Señor, se dirige al niño y le dice: «Y tú, niño, serás llamado profeta del Altísimo, pues irás delante del Señor para preparar sus caminos» (Lc 1,76). El verbo usado es siempre el mismo y en la misma forma verbal: «preparar». Esta es la misión de estos 72 que Jesús envió delante de sí. Esta es la misión que cumplen en todos los tiempos los misioneros y los ministros del Señor; el que viene es Él.

Mirando hacia el futuro, Jesús ve que esa misión de ellos debía prolongarse más allá de ese primer envío: debía prolongarse a todo el mundo y a todas las edades. Jesús lo dice, por medio de una imagen, como Él solía enseñar: «La mies es mucha, y los obreros pocos. Rueguen, pues, al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies». Esta exhortación a orar por esta intención es más urgente que nunca hoy, como todos lo podemos comprobar. No hay muchos hoy que respondan al llamado del Señor como hicieron esos 72.

Jesús agrega otra advertencia, que habría desalentado a cualquiera, pero no a estos enviados: «Vayan, miren que los envío como corderos en medio de lobos». ¿Qué puede hacer un cordero en medio de lobos? En esta misión puede hacer mucho. Aún más, cuando la Iglesia ha tenido más fruto en su historia ha sido en tiempos de persecución, cuando parecía que los lobos acabarían con ella. Estamos comenzando a comprender que esta misión es distinta de todas las demás. Y lo es también por los requisitos.

«No lleven bolsa, ni alforja, ni sandalias y a nadie saluden en el camino». Nada de este mundo se requiere para esta misión. Jesús los provee de lo único necesario: «En la casa en que entren, digan primero: “Paz a esta casa”… les he dado el poder de pisar sobre serpientes y escorpiones, y sobre todo poder del enemigo, y nada les podrá hacer daño». Todo puede estar muy bien provisto para una misión −preparativos de este mundo− pero el fruto no depende de eso, porque es sobrenatural. Jesús nos reveló de qué depende el resultado de la misión que Él nos encomienda: «El que permanece en mí y Yo en él, ése da mucho fruto, porque separados de mí, nada pueden hacer» (Jn 15,5). La misión consiste en preparar el camino al Señor. El fruto, que consiste en acoger a Cristo, es siempre un don de Dios, que supera infinitamente todo esfuerzo humano. Pero Dios concede ese don con ocasión del testimonio y la oración de sus enviados: «Yo los he elegido y los he enviado para que vayan y den fruto y el fruto de ustedes permanezca; de modo que todo lo que pidan al Padre en mi Nombre Él lo conceda a ustedes» (Jn 15,16). Bien entendió esto San Pablo que escribe: «Yo planté, Apolo regó; pero fue Dios quien dio el crecimiento. De modo que ni el que planta es algo, ni el que riega, sino Dios que hace crecer» (1Cor 3,6-7). El inmenso fruto de San Pablo se explica por esta confesión suya: «Yo estoy crucificado con Cristo. Y ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Gal 2,19.20).

Los 72 enviados fueron bien acogidos en los lugares donde fueron y prepararon el camino al Señor: «Regresaron los 72 alegres, diciendo: “Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre”». Habían verificado el poder que Jesús les dio. Pero, en realidad, ningún poder sobrenatural debe ser motivo verdadero de alegría, porque cuando alguien lo posee es un don de Dios, que más bien exige responsabilidad. Por eso, Jesús responde: «No se alegren de que los espíritus se les sometan; alégrense de que sus nombres estén escritos en los cielos». Esta es la recompensa del apóstol y es su motivo profundo de alegría; las alegrías de este mundo son nada en comparación.

+ Felipe Bacarreza Rodríguez

Obispo de Santa María de los Ángeles

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