Día litúrgico: Martes 32 del tiempo ordinario
Texto del Evangelio (Lc 17,7-10):
Jesús dijo a sus discípulos:
Supongamos que uno de ustedes tiene un servidor para arar o cuidar el ganado. Cuando éste regresa del campo, ¿acaso le dirá: “Ven pronto y siéntate a la mesa”? ¿No le dirá más bien: “Prepárame la cena y recógete la túnica para servirme hasta que yo haya comido y bebido, y tú comerás y beberás después”? ¿Deberá mostrarse agradecido con el servidor porque hizo lo que se le mandó?
Así también ustedes, cuando hayan hecho todo lo que se les mande, digan: “Somos simples servidores, no hemos hecho más que cumplir con nuestro deber”.
Palabra del Señor.
Reflexión
Las palabras de Jesús en el evangelio de hoy parece que están dirigidas más a los fariseos y escribas, que reclamaban ser siervos de Dios, que a los apóstoles. Aquellos eran siervos autosuficientes; calculaban sus méritos por lo que habían hecho por Dios, y afirmaban su derecho a los premios del mismo Dios. Quizás los apóstoles, algunas veces, tampoco eran demasiado modestos en sus reclamaciones como compañeros de Jesús. Todos, unos y otros, deberían poner toda su confianza en Dios y dejarlo todo en sus manos.
Jesús invita a sus apóstoles, mediante el ejemplo de una parábola a considerar la actitud de servicio: el siervo tiene que cumplir su deber sin esperar recompensa: «¿Acaso tiene que agradecer al siervo porque hizo lo que le fue mandado?» (Lc 17,9). No obstante, ésta no es la última lección del Maestro acerca del servicio. Jesús dirá más adelante a sus discípulos: «En adelante, ya no los llamaré siervos, porque el siervo no conoce lo que hace su señor. Desde ahora los llamo amigos, porque les he dado a conocer todo lo que he oído a mi Padre» (Jn 15,15). Los amigos no pasan cuentas. Si los siervos tienen que cumplir con su deber, mucho más los apóstoles de Jesús, sus amigos, debemos cumplir la misión encomendada por Dios, sabiendo que nuestro trabajo no merece recompensa alguna, porque lo hacemos gozosamente y porque todo cuanto tenemos y somos es un don de Dios.
Tenemos que servir a Dios, no con el propósito de hacer valer luego unos derechos adquiridos, sino con amor gratuito de hijos. Y lo que decimos en nuestra relación con Dios, también se podría aplicar a nuestro trabajo comunitario, eclesial o familiar. Si hacemos el bien, que no sea llevando cuenta de lo que hacemos, ni pasando factura, ni pregonando nuestros méritos. Que no recordemos continuamente a la familia o a la comunidad todo lo que hacemos por ella y los esfuerzos que nos cuesta.
Sino gratuitamente, como lo hacen los padres en su entrega total a su familia. Como lo hacen los verdaderos amigos, que no llevan contabilidad de los favores hechos. Con la reacción que describe Jesús: “Hemos hecho lo que teníamos que hacer: somos unos pobres siervos”. ¡Cuántas veces nos ha enseñado Jesús que trabajemos gratuitamente, por amor! Eso sí, seguros de que Dios no se dejará ganar en generosidad.
Si al final de la jornada nos sentimos cansados por el trabajo realizado, seguro que también estaremos satisfechos, porque nada produce más alegría que lo que se ha logrado con sacrificio. Pero sin darnos importancia ni ir diciendo a todo el mundo lo cansados que estamos.
El que se siente pobre, humilde, no espera recompensa, porque no hay ningún motivo de gloria en lo que hacemos, al contrario, servir debería ser para nosotros el motivo de gloria. Deberíamos ser nosotros quienes diéramos continuamente gracias a Dios por habernos llamado a su Iglesia, por habernos concedido ser hijos suyos por el Bautismo, y porque nos permite estar en su Iglesia.
Quien sabe que su vida y todo lo que le rodea es fruto de un amor sobreabundante de Dios, no exige nada, al contrario, está en deuda de amor con Él. Todo es gracia, y por eso se trata de vivir gratuitamente, desde la gratuidad.
Esto no quiere decir que no vayamos a sentarnos a la mesa y disfrutar del banquete del Reino; ¡claro que sí!, pero será después, cuando llegue el tiempo, ahora estamos en el tiempo de servir, de entregarnos, de dar la vida hasta las últimas consecuencias, conscientes de que todo procede de Dios y todo debe volver a Él. A nosotros nos toca dar amor, con humildad, desde nuestra pequeñez y pobreza, pero siempre desde el amor.
Difícil enseñanza la que nos trae hoy Jesús, abajarnos no es propio de nuestra sociedad, ni de nuestro mundo, pero es una interpelación constante para poner nuestra vida en manos de Dios.
¿Vivimos nuestra vida de fe, como cristianos, con la conciencia de que todo es gracia recibida de Dios? ¿Estamos cumpliendo con lo que debemos hacer? ¿lo hacemos esperando recompensa de parte de Dios? ¿Usamos los dones y talentos que el Señor nos ha dado para ponerlos al servicio de los más necesitados?
Nuestra vida te pertenece, Señor, porque de ti la hemos recibido. Por eso hoy te presentamos todo nuestro ser como una ofrenda perenne de amor. Amén.
Bendiciones.