Cartas Pastorales

El Evangelio del Domingo, 30 octubre 2022

Domingo 31−C

Lc 19,1-10

Si escuchan la voz del Señor, no endurezcan el corazón

La parábola del fariseo y al publicano, que leíamos el domingo pasado, parece tener su cumplimiento en la vida real, como se observa en dos encuentros que tuvo Jesús con hombres ricos en su camino a Jerusalén, uno fiel cumplidor de los mandamientos y el otro un publicano.

El primero de esos encuentros ocurre cuando se acerca a Jesús un dirigente y le pregunta: «Maestro bueno, ¿qué tengo que hacer para heredar la vida eterna?» (cf. Lc 18,18-24). Con su primera respuesta Jesús indaga la condición religiosa de su interlocutor: «Ya sabes los mandamientos: no cometas adulterio, no mates, no robes…». En efecto, eso el dirigente lo sabe y su reacción nos recuerda la oración del fariseo: «Todo eso lo he guardado desde mi juventud». Ante esta declaración, Jesús, como «maestro bueno» que es, se anima a darle la respuesta que corresponde a él en particular: «Aún te falta una cosa: todo cuanto tienes vendelo y repartelo entre los pobres, y tendrás un tesoro en los cielos; luego, ven y sigueme». Ante esto, la reacción fue inesperada: «Al oír esto, se puso muy triste, porque era muy rico». El lector no puede evitar pensar: ¿Para qué pregunta sobre lo que tiene que hacer, si no está dispuesto a hacerlo? El desenlace dejó triste también a Jesús que formula una seria advertencia: «Viendolo Jesús, dijo: “¡Qué difícil es que los que tienen riquezas entren en el Reino de Dios!”». En este caso, el amor a las riquezas de un hombre que cumplía todos los mandamientos fue superior al amor de la vida eterna. Él no escuchó la voz del Señor.

El episodio siguiente, que involucra a un hombre rico, es el que leemos en este Domingo XXXI del tiempo ordinario. Ocurre ya en Jericó, la última etapa del camino a Jerusalén, y el hombre es un publicano, más aún, jefe de publicanos: «Habiendo entrado en Jericó, Jesús la atravesaba. Había un hombre llamado Zaqueo que era jefe de publicanos y, el mismo, rico». Si ya es difícil que un rico entre en el Reino de Dios, con mayor razón uno que, además, es jefe de publicanos (literal: «archipublicano»). Pero este hombre tuvo un impulso que siguió. Seguramente, había oído hablar sobre Jesús, como había oído también el ciego, quien poco antes, «al acercarse Jesús a Jericó», al oír que era Jesús, se puso a gritar: «¡Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí» (Lc 18,38). Zaqueo, entonces, quiere ver quién es éste de quien ha oído hablar. No es ciego; pero tiene otro problema: es de baja estatura y Jesús camina rodeado de gente. El deseo de ver a Jesús puede más que su propia honra: «Se adelantó corriendo y se subió a un sicómoro para verlo, pues Él iba a pasar por allí». En ese ambiente correr no era una actitud digna de un hombre con poder, y menos encaramarse a un árbol a la orilla del camino. Tendrá una recompensa inesperada, pero digna de Dios: recibirá cien veces más y heredará la vida eterna.

«Cuando Jesús llegó a aquel sitio, alzando la vista, le dijo: “Zaqueo, baja pronto; porque hoy Yo debo quedarme en tu casa”». Debió sorprender a Zaqueo que Jesús lo conociera por su nombre; y a quien le bastaba con verlo Jesús va a recompensarlo siendo su huésped. Se entiende la reacción de Zaqueo: «Se apresuró a bajar y lo recibió con alegría». Todo es aquí alegría, en contraste con el episodio de aquel otro rico que «se quedó muy triste». Es que Zaqueo escuchó la voz del Señor.

La reacción de la gente ante la misericordia de Dios suele ser errada, como en este caso: «Al verlo, todos murmuraban diciendo: “Ha ido a hospedarse a casa de un hombre pecador”». Pero, en realidad, donde entra Jesús y es acogido como lo hizo Zaqueo, se produce el milagro de la gracia, la conversión que sólo Dios puede operar: «Zaqueo, puesto en pie, dijo al Señor: “Daré, Señor, la mitad de mis posesiones a los pobres; y, si en algo he defraudado a alguien, le devolveré el cuádruplo”». Esto no lo logra ninguna ley humana. Esto es obra de la gracia de Dios, porque sólo Dios puede infundir en nuestro corazón el amor, que salva al mundo: «El amor es de Dios y todo el que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios» (1Jn 4,7).

Jesús explica esa reacción de Zaqueo dandonos un mensaje que todos debemos acoger: «Hoy ha llegado la salvación a esta casa, porque también éste es hijo de Abraham, pues el Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido». Dos veces repite Jesús el término «hoy». Es el «hoy» de la salvación, que no debemos dejar pasar y que consiste en acoger en nuestras vidas a Jesús. Así nos exhorta el autor de la Carta a los Hebreos: «Dice el Espíritu Santo: “Si escuchan hoy su voz, no endurezcan sus corazones…”, Exhortense, hermanos, mutuamente cada día mientras dure este hoy, para que ninguno de ustedes se endurezca seducido por el pecado» (Heb 3,7.8.13).

También a nosotros, como a Zaqueo, se nos concede un «hoy». Nuestra patria busca el modo de redactar una carta fundamental. No nos endurezcamos; acojamos en nuestras leyes a Cristo. Que no repitamos el error de la primera convención, que ignoró sistemáticamente a Dios y quiso salvar el país con su propio esfuerzo. Nuestro anhelo es que Jesús sea acogido en nuestra patria, en sus leyes y sus instituciones, y pueda declarar: «Hoy ha llegado la salvación a este país».

+ Felipe Bacarreza Rodríguez

Obispo de Santa María de los Ángeles

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