Cartas Pastorales

El Evangelio del Domingo 13 marzo 2022

Domingo Cuaresma 2C

Lc 9,28-36

No gustarán la muerte hasta que vean el Reino de Dios

El Domingo II de Cuaresma se caracteriza por la lectura del episodio de la Transfiguración del Señor en un fuerte contraste con el Evangelio de las tentaciones que caracteriza al Domingo I de Cuaresma, que leíamos el domingo pasado. Mientras en esa ocasión contemplábamos a Jesús tentado por Satanás, en su fragilidad humana, expresada por el hambre, después de cuarenta días de ayuno, hoy lo contemplamos en su gloria, reconocido por la voz de Dios: «Este es mi Hijo, el Elegido». Si allá Satanás lo tentaba con la fórmula: «Si eres Hijo de Dios…» (Lc 4,3.9), aquí Dios lo declara enfáticamente: «Este es mi Hijo».

Leemos este domingo el Evangelio de la Transfiguración del Señor en la versión de Lucas. Los tres evangelistas que nos relatan este evento, Marcos, Mateo y Lucas, lo vinculan con otro anterior por medio una precisión temporal. En efecto, Marcos y Mateo lo introducen diciendo: «Seis días después» (Mc 9,2; Mt 17,1) y lo vinculan con la confesión de Pedro, que dice a Jesús: «Tú eres el Cristo» (Mc 8,29; Mt 16,16) (Mateo agrega: «El Hijo de Dios vivo»). De esta manera, la voz que sale de la nube –«Este es mi Hijo»– se presenta como una confirmación, por parte de Dios, de la confesión de Pedro. Pero Lucas difiere de Marcos y Mateo en cuanto que él indica un lapso de tiempo distinto y vincula la Transfiguración con otra realidad.

«Sucedió que unos ocho días después de estas palabras, Jesús tomó consigo a Pedro, Juan y Santiago, y subió al monte a orar». Lucas vincula la subida de Jesús al monte de la Transfiguración con unas palabras pronunciadas por Jesús y el lapso de tiempo que indica entre ambos hechos es de ocho días. Esas palabras de Jesús son las siguientes: «Les digo verdaderamente, hay algunos, entre los aquí presentes, que no gustarán la muerte hasta que vean el Reino de Dios» (Lc 9,27). Debemos entender que entre los que estaban presentes cuando Jesús dijo esas palabras se contaban Pedro, Juan y Santiago, y que Jesús los llevó consigo al monte para concederles una visión del Reino de Dios.

Según la norma indicada por la Constitución Dei Verbum del Concilio Vaticano II, «para que el intérprete de las Sagradas Escrituras comprenda lo que Dios quiso comunicarnos, debe investigar atentamente lo que los hagiógrafos intentaban significar y lo que Dios quería manifestar con las palabras de ellos» (DV 12,1). Es necesario, por tanto, indagar lo que Lucas intenta significar con esa introducción al relato de la Transfiguración para comprender lo que Dios quiere manifestarnos.

¿Qué es lo que vieron los tres apóstoles, que subieron con Jesús al monte de la Transfiguración? «Sucedió que, mientras Jesús oraba, el aspecto de su rostro se mudó, y sus vestidos eran de un blanco fulgurante, y he aquí que conversaban con Él dos hombres, que eran Moisés y Elías, aparecidos en gloria… Pedro y sus compañeros… vieron su gloria y a los dos hombres que estaban con Él». Lo que ellos vieron no puede expresarse sino por medio de signos; la luz que rodeó a Jesús y el color blanco son signos de la divinidad. Jesús hizo ver a esos tres apóstoles su divinidad, que el evangelista llama «su gloria»: «Vieron su gloria». Jesús lo llama «el Reino de Dios»: «Algunos de los aquí presentes verán el Reino de Dios». Es un anticipo de la gloria celestial, que colma todo anhelo en el ser humano. Por eso, quieren que sea perpetuo: «Dijo Pedro a Jesús: “Maestro, bueno es estar nosotros aquí. Vamos a hacer tres tiendas, una para ti, otra para Moisés y otra para Elías”». El evangelista comenta: «No sabía lo que decía». Es cierto que lo que proponía Pedro era irrealizable; pero el apóstol bien sabía que era bueno estar allí –bueno en todo sentido y en grado infinito– y que quería que perdurara. Los signos de la divinidad de Jesús se ven confirmados por la voz que vino desde la nube que los cubrió con su sombra, que es una manifestación de la presencia de Dios: «Este es mi Hijo, el Elegido. Escúchenlo». La visión culmina con un imperativo de Dios mismo: «Escúchenlo».

Estaban presentes Moisés y Elías, que representan a la Ley y los Profetas. Pero la voz de Dios nos manda escuchar ahora a Jesús. Lo explica la introducción de la epístola a los Hebreos: «Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo… que es resplandor de su gloria e impronta de su sustancia» (Heb 1,1.2.3). El Hijo es, Él mismo, la Palabra de Dios, y manifiesta plenamente a Dios: «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre» (Jn 14,9).

¿Cómo se explica el lapso de ocho días entre la promesa de Jesús y su realización? Lucas escribe para una comunidad cristiana que ya celebraba el Día del Señor y lo hacía el día de su resurrección, es decir, el primer día de la semana. Pero ese día es también el octavo, en contraste con el séptimo, que celebraban los judíos. Así lo usa Juan, con quien Lucas tiene cierta afinidad: «Ocho días después de nuevo estaban sus discípulos dentro y Tomás con ellos. Vino Jesús… y se puso en el medio…» (Jn 20,26). Lo que quiere significar Juan, y también Lucas, es que cada vez que se reúne la comunidad cristiana en el Día del Señor se pone Jesús resucitado en el medio y en la fe se tiene la misma experiencia que tuvieron los discípulos en el monte de la Transfiguración. Allí se proclaman la Palabra de Jesús que Dios nos manda escuchar. Quien participa en la Eucaristía con viva fe y amor a Jesús tendrá la misma reacción que Pedro: «Maestro, bueno es para nosotros estar aquí contigo».

Todo esto lo expresa la Oración Colecta de la Misa de este Domingo II de Cuaresma:  «Oh Dios, que nos mandaste escuchar a tu Hijo amado, dígnate alimentarnos interiormente con tu Palabra, para que, purificada nuestra mirada espiritual, nos alegremos con la visión de tu gloria». Es la misma «visión de su gloria» con la que se alegraron los apóstoles Pedro, Juan y Santiago y también Moisés y Elías. Podemos agregar que la presencia de Moisés y Elías en ese monte donde Jesús hizo ver a sus apóstoles el Reino de Dios, que es Él mismo contemplado en la fe, nos revela que también los santos del Antiguo Testamento –patriarcas, profetas y fieles del Señor– compartirán con nosotros, que vivimos en la plenitud del tiempo, la felicidad del cielo.

+ Felipe Bacarreza Rodríguez

Obispo de Santa María de los Ángeles

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