Cartas Pastorales

El Evangelio del Domingo 31 octubre 2021

Domingo 31-B

Mc 12,28-34

Si no tengo amor, nada soy

El Evangelio de este Domingo XXXI del tiempo ordinario nos presenta una enseñanza esencial de Jesús, en la cual se revela como un extraordinario maestro. Nadie antes que Él en Israel había podido sintetizar todo el Antiguo Testamento y, al mismo tiempo, dar el paso al Nuevo Testamento con toda la novedad aportada por Él, en una breve respuesta.

Para ubicar el contexto de esa enseñanza es necesario remontar en el Evangelio de Marcos al episodio anterior. Jesús acaba de concluir una discusión con los saduceos sobre la resurrección de los muertos, en la cual ellos no creían. Con intención evidentemente capciosa, habían propuesto a Jesús un caso en el cual, según ellos, reducían al absurdo la resurrección de los muertos: si los muertos resucitan, entonces, cuando resuciten, ¿de quién será esposa la mujer que estuvo casada sucesivamente con siete hermanos sin dar descendencia a ninguno de ellos? Jesús responde que en la resurrección ese problema no se dará porque los esposos se amarán con un amor distinto que el conyugal, que exige exclusividad: En este aspecto, «serán como ángeles en el cielo». Pero agrega un reproche a su ignorancia de la Escritura. En ella leemos que cuatrocientos años después de la muerte de Abraham, Isaac y Jacob, Dios dice a Moisés: «Yo soy el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob». Y Jesús concluye: «Dios no es un Dios de muertos, sino de vivos. Ustedes están en un gran error».

Un escriba que escuchó esa discusión quedó admirado por la respuesta de Jesús y, sobre todo, por su manejo de la Escritura: «Uno de los escribas, habiéndolos escuchado discutir y viendo que Jesús les había respondido sabiamente, le preguntó: “¿Cuál mandamiento es el primero de todos?”». La intención de esta pregunta no es capciosa. El escriba quiere sinceramente dejarse instruir por Jesús, a quien reconoce su autoridad, como hacen todos al escucharlo. Jesús se revela como la Verdad y la Palabra de Dios, sobre todo, cuando es consultada con esa sinceridad. Debemos dejarnos instruir, entonces, también nosotros.

Jesús le respondió: «El primero es: “Escucha, Israel: El Señor, nuestro Dios, es el único Señor, y amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con toda tu fuerza”. El segundo es: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. No hay otro mandamiento mayor que éstos».

La primera enseñanza fundamental de Jesús es que no se puede aislar un solo mandamiento para indicarlo como el primero; el primero y el segundo son inseparables; no puede observarse uno sin el otro; se observan ambos simultáneamente o no se observa ninguno. Esta misma enseñanza la transmite San Juan tomándola de Jesús: «Si alguno dice: “Amo a Dios”, y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve. Y hemos recibido de Él este mandamiento: “Quien ama a Dios, ame también a su hermano”» (1Jn 4,20-21).

Los judíos aislaban el primero de estos mandamientos y lo recitaban todos los días. Es el «Shema, Israel» (Escucha, Israel) que tomaban de Deut 6,4-5. Pero en esa formulación de la Ley, dada por medio de Moisés, hay tres miembros: «Con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu fuerza». Jesús agrega un cuarto: «Con toda tu mente». En realidad, más que agregar, es un ejemplo de inculturación. Bien sabemos que las dos facultades esenciales y principales del ser humano son la inteligencia y la voluntad y que ese mandamiento exige amar a Dios con toda la inteligencia y con toda la voluntad. Para un israelita del tiempo de Jesús el ser humano conocía y amaba con el corazón. Para ellos el corazón era la sede de la inteligencia y de la voluntad. Diciendo: «Con todo tu corazón» se entienden ambas. Pero cuando el mundo se helenizó –de hecho, el Evangelio está escrito en griego–, se impuso su carácter más intelectual y se separaron ambas facultades, la inteligencia en la cabeza y la voluntad en el corazón. Nosotros podemos entenderlo bien, porque somos tributarios de esa mentalidad. Por eso, enseñando también para ese mundo, para que no quede excluida la inteligencia, Jesús la agrega: «Con toda tu mente (diánoia)». Más adelante, cuando el escriba, entusiasmado, aprueba lo dicho por Jesús, conserva el ritmo de tres miembros del mandamiento original, pero conserva éste: «Con toda la inteligencia (sýnesis)».

Es muy actual este mandamiento, porque uno de los males de nuestro tiempo es la ignorancia religiosa. Faltamos fácilmente al mandamiento de «amar a Dios con toda la mente-inteligencia» y dedicamos poco tiempo y poco interés al estudio de las verdades de la fe. Difícilmente, encontramos hoy un fiel que sepa formular bien el dogma de la Santísima Trinidad, que es el centro de nuestra fe; y así de otras verdades que profesamos en el Credo. Un modo real de cumplir este primer mandamiento es tomar el Catecismo de la Iglesia Católica y estudiarlo con detención y ¡con amor!

Jesús se muestra como profundo conocedor de la Escritura, no sólo declarando inseparables el amor a Dios y el amor el prójimo, sino también, porque encuentra perdido en la Escritura ese segundo mandamiento y lo eleva al nivel del primero, y también, porque al hacerlo, le da su pleno sentido universal. En efecto, ese mandamiento lo toma de Levítico 19,18: «No te vengarás ni guardarás rencor contra los hijos de tu pueblo; amarás a tu prójimo como a ti mismo». Es la única instancia en que aparece ese mandamiento en el Antiguo Testamento. Tampoco lo citan los profetas. Literariamente, está como segunda de dos sentencias en paralelismo antitético, que es un procedimiento habitual en la Escritura judía: «No te vengarás ni guardarás rencor – amarás». Pero también el segundo miembro es paralelo: «Los hijos de tu pueblo – tu prójimo». De aquí se deduce que ¡el mandamiento se extiende solamente a los hijos del pueblo de Israel! Jesús interviene dándole extensión universal: el prójimo que debe ser amado como a sí mismo es todo ser humano. Vemos que en el lugar paralelo, Lucas introduce la reacción del escriba: «Y ¿quién es mi prójimo?». Por medio de la parábola del Buen Samaritano, Jesús responde que prójimo es también un «samaritano» y, por tanto, todo ser humano (cf. Lc 10,29-37). Para evitar entrar en esta discusión, San Pablo se refiere a este mandamiento, que los abraza a todos, en esta forma: «El que ama al otro ha cumplido toda la Ley» (Rom 13,8).

El escriba, que, como dijimos, era sincero, agradece esta magistral respuesta de Jesús: «Bien, Maestro, con verdad has dicho que Él es uno y que no hay otro fuera de Él…». Y él saca ya está acertada conclusión: «Amarlo a Él con todo el corazón… y amar al prójimo como a sí mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios». Ese anónimo escriba ha mantenido unidos ambos mandamientos y ha declarado el valor supremo del amor. También San Pablo era escriba y sigue esa misma escuela: «Si no tengo amor, nada soy… Aunque repartiera todos mis bienes, y entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo amor, nada me aprovecha» (Cf 1Cor 13,1-3).

Esa aceptación por parte del escriba de lo enseñado por Jesús y su conclusión del valor supremo del amor lograron impactar a Jesús que le aseguró: «No estás lejos del Reino de Dios». Eso mismo nos dice hoy Jesús a nosotros si practicamos su mandamiento del amor.

+ Felipe Bacarreza Rodríguez

Obispo de Santa María de los Ángeles

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