Domingo Cuaresma 3-A
Jn 4,5-42
El que tenga sed que venga a mí y beba
El Evangelio de este Domingo III de Cuaresma, en el ciclo A, nos relata el encuentro de Jesús con la anónima mujer samaritana junto al pozo de Jacob y el asombroso resultado de ese encuentro.
Después de las bodas de Caná, el evangelista Juan nos informa de un viaje de Jesús a Jerusalén con ocasión de la Pascua: «Se acercaba la Pascua de los judíos y Jesús subió a Jerusalén» (Jn 2,13). Sabemos que en el tiempo de Jesús había judíos al sur de la Palestina, en Judea y sus alrededores, y al norte, en Galilea. Entre ambas regiones estaba Samaría. Ambos pueblos no estaban en buenas relaciones: «Los judíos no se trataban con los samaritanos». Pero Jesús hizo el viaje de regreso a Galilea con sus discípulos a través de Samaría: «Llega, pues, a una ciudad de Samaria llamada Sicar… Allí estaba el pozo de Jacob. Jesús, como se había fatigado del camino, estaba sentado junto al pozo». Está Él solo, porque sus discípulos habían ido a la ciudad a comprar comida.
«Llega una mujer de Samaria a sacar agua». Esa mujer nunca sospechó que el encuentro que iba a tener ese día iba a transformar su vida. Ocurrió lo que Jesús había enseñado con una parábola: «El Reino de los Cielos es semejante a un tesoro escondido en un campo que, al encontrarlo un hombre… va, vende todo lo que tiene y compra el campo aquel» (cf. Mt13,44). Ese hombre no andaba buscando un tesoro; lo encontró fortuitamente y ese encuentro cambió su vida. Así fue el encuentro de esa mujer samaritana con Jesús. Más aún, la conversación la inició Jesús, de manera insólita, porque los judíos no se trataban con los samaritanos y porque no era bien visto que un hombre hablara con una mujer desconocida en la vía pública. Jesús lo hace mostrándose Él necesitado de algo que la mujer puede darle: «Dame de beber».
¿Tiene sed Jesús del agua de ese pozo? En ningún momento vemos que Él beba. En realidad, Él termina ofreciendo Él de beber a la mujer un agua que sacia otra sed: «Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: “Dame de beber”, tú le habrías pedido a él, y él te habría dado agua viva». Jesús que es la fuente de agua viva, cuando pide: «Dame de beber», tiene sed de otra cosa; Él anhelaba la salvación de esa mujer, como el siervo anhela las fuentes de agua fresca, es decir, en forma de sed.
La objeción de la mujer sobre la imposibilidad de que Jesús saque agua de ese pozo, le da ocasión de explicar la cualidad del agua que Él dará: «Todo el que beba de esta agua (la del pozo), volverá a tener sed; pero el que beba del agua que Yo le daré, no tendrá sed jamás, sino que el agua que Yo le daré se convertirá en él en fuente de agua que brota para vida eterna». La mujer reacciona suplicando: «Señor, dame de esa agua»; y Jesús se lo concede. Vemos que ella, en efecto, se convertirá en fuente de esa agua para muchos otros de su ciudad.
Cuando Jesús demuestra conocer toda la vida de esa mujer, diciéndole: «Has tenido cinco maridos y el que ahora tienes no es marido tuyo», ella reacciona reconociéndolo como un profeta: «Señor, veo que eres un profeta» y aprovecha para plantearle un problema «teológico»: «Nuestros padres adoraron en este monte y ustedes dicen que en Jerusalén es el lugar donde se debe adorar». Ella se complica con la explicación que Jesús le da y corta la discusión diciéndole: «Sé que va a venir el Mesías, el llamado Cristo. Cuando venga, nos explicará todo». La mujer manifiesta plena confianza en la promesa de Dios de enviar al Ungido y confiesa su fe en que Él sabrá explicarlo todo. Y se encuentra con una revelación que Jesús todavía no ha hecho a nadie en forma explícita: «Yo soy, el que te está hablando». Ella creyó en Jesús y en ese acto de fe recibió de Él el agua viva que hizo de ella fuente que brota para vida eterna.
La conversación terminó, cuando llegaron los discípulos y la mujer corrió al pueblo con el anuncio de lo que había escuchado y creído. Pero lo presenta de manera inteligente, suscitando la sed en otros: «Vengan a ver a un hombre que me ha dicho todo lo que he hecho. ¿No será el Cristo?». Obtuvo su objetivo, porque quienes la escucharon, «salieron de la ciudad e iban donde Él». El evangelista reconoce el mérito de esa mujer: «Muchos samaritanos de aquella ciudad creyeron en Jesús por las palabras de la mujer que atestiguaba: “Me ha dicho todo lo que he hecho”». Ese fue el primer anuncio. Faltaba que esos samaritanos tuvieran ellos mismos un encuentro con Jesús. Y Él se lo concedió: «Cuando llegaron donde Él los samaritanos, le rogaron que se quedara con ellos. Y se quedó allí dos días. Y fueron muchos más los que creyeron por sus palabras, y decían a la mujer: “Ya no creemos por tus palabras; nosotros mismos hemos oído y sabemos que Este es verdaderamente el Salvador del mundo”». Se ha cumplido en la mujer samaritana el ideal del apóstol, que consiste, no en anunciarse a sí mismo ni atribuirse mérito alguno en la conversión de otros, sino en ponerlos en contacto directo con Jesús, que es siempre la fuente de agua que sacia la sed de vida eterna: «Vengan a ver».
Decíamos que todo comenzó con la petición de Jesús: «Dame de beber» y veíamos en esa petición la expresión de otra sed, la sed de la salvación del ser humano. Su sed fue saciada, no con el agua material del pozo, que en ningún momento Él bebe, sino con la conversión de ese pueblo de samaritanos. Esa misma sed la expresó Jesús en la cruz, cuando pronunció ese anhelo: «Tengo sed» (Jn 19,28). ¿Cómo puede tener sed el mismo de quien estaba escrito: «De sus entrañas correrán ríos de agua viva» (Jn 7,38)? El hombre tiene sed de Dios, del Bien infinito, como lo expresa el salmista: «Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo, ¿cuándo iré a contemplar su rostro?» (Sal 42,3). Pero también Dios tiene sed del ser humano, hasta el punto de entregar a su Hijo, «para que el mundo sea salvado por medio de Él» (cf. Jn 3,16.17). Esa sed de Dios fue revelada por Jesús a la mujer samaritana −«Dame de beber»− y a todo el mundo en la cruz: «Tengo sed».
El Evangelio de hoy nos muestra que los samaritanos fueron favorecidos por Jesús y que ellos lo acogieron y creyeron en Él. Después de la resurrección de Jesús, cuando Él anuncia la expansión universal del Evangelio, menciona a Samaría, junto con Judea, como la primera estación después de Jerusalén: «Recibirán la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre ustedes, y serán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra» (Hech 1,8). Ese testimonio de los apóstoles produjo fruto entre los samaritanos, que pronto recibieron ese mismo Espíritu: «Al enterarse los apóstoles que estaban en Jerusalén de que Samaria había aceptado la Palabra de Dios, les enviaron a Pedro y a Juan. Éstos bajaron y oraron por ellos para que recibieran el Espíritu Santo» (Hech 8,14-15).
La Cuaresma es el tiempo de gracia que se nos concede para acoger la invitación de Jesús: «El que tenga sed, venga a mí y beba… Lo decía del Espíritu que habían de recibir los que creyeran en Él» (cf. Jn 7,37.39).
+ Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de los Ángeles
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