Cartas Pastorales

El Evangelio del Domingo 22 enero 2023

Domingo 3-A

Mt 4,12-23

Sé bien en quién he creído

Es imposible, con la información disponible, escribir una «biografía» sobre Jesús. Si esa empresa fuera posible y alguien lo hubiera logrado, ese libro sería el «best seller» absoluto. Tampoco es posible fusionar los cuatro Evangelios en uno solo. Esto último se ha intentado; pero nunca se ha logrado un resultado satisfactorio. Los evangelistas pusieron por escrito material tradicional sobre lo que Jesús hizo y enseñó, transmitido en la predicación oral de la Iglesia durante varios años, 30 o 40, por lo menos. Por eso, algunos episodios aparecen en dos o tres o, incluso, en los cuatro Evangelios, como es el caso de la multiplicación de los panes, y, sobre todo, el relato de la pasión, muerte y resurrección de Jesús. Los evangelistas escribieron inspirados por el Espíritu Santo y por eso lo escrito por ellos es Palabra de Dios. Pero eso no impide que ellos actuaran como auténticos «autores» y, por tanto, sus escritos tienen sus propias características literarias y reflejan sus propias acentuaciones. Son cuatro puntos de vista; no pueden ser reducidos a uno. El criterio para hacer esto sería meramente humano y el resultado ya no sería Palabra de Dios. Por eso, este intento no ha prosperado.

Otra cosa es la interpretación. La tarea del intérprete es hacer comprender la Palabra de Dios a los hombres y mujeres de cada época y de cada cultura. La obra del intérprete no es Palabra de Dios y su valor dependerá de sus conocimientos y de su propia vivencia del misterio de Cristo. Los grandes intérpretes son los grandes santos Padres y Doctores de la Iglesia.

Este año, en la Liturgia de la Palabra, seguimos el Evangelio de San Mateo. En este Domingo III del tiempo ordinario, Mateo nos relata el momento en que Jesús llama a sus primeros cuatro discípulos, que son dos pares de hermanos: Pedro y Andrés, Santiago y Juan. El relato está presentado de manera muy esquemática, acusando una transmisión oral en el curso de la cual los detalles se van perdiendo, quedando sólo lo esencial. Ha tomado la forma de dos estrofas paralelas para cada par de hermanos. Cada estrofa comienza y termina con las mismas palabras: «Caminando por la orilla del mar… vio a dos hermanos… inmediatamente dejando las redes lo siguieron – Yendo un poco más adelante vio a otros dos hermanos… inmediatamente, dejando la barca y su padre, lo siguieron». A todos los siglos ha impactado la inmediata respuesta a ese llamado. Pero queda la impresión de que siguen a un desconocido a quien ven por primera vez. De hecho, es la primera vez que esos cuatro seguidores son mencionados en este Evangelio. ¿Es acertada esta impresión o nos falta alguna información?

Mateo concluye los relatos del origen de Jesús y de su infancia, con su regreso desde Egipto, después de la muerte de Herodes el Grande, hasta Nazaret. Así explica el origen de su nombre: «José se levantó, tomó consigo al Niño y a su madre, y entró en tierra de Israel…  se retiró a la región de Galilea, y fue a vivir en una ciudad llamada Nazaret; para que se cumpliese el oráculo de los profetas: “Será llamado Nazoreo”» (Mt 2,21.22-23). Jesús es todavía un «niño» de uno o dos años de edad. En la frase siguiente el evangelista avanza treinta años, aunque lo presenta como un hecho contemporáneo: «En aquellos días vino Juan el Bautista predicando en el desierto de Judea, diciendo: “Conviertanse, porque el Reino de los cielos está aquí”» (Mt 3,1-2). Estamos en el desierto de Judea, es decir, en la proximidad de Jerusalén, y hasta allí vino Jesús, cuando ya tiene 30 años, para ser bautizado por Juan y comenzar su vida pública: «Entonces viene Jesús de Galilea al Jordán donde Juan para ser bautizado por él» (Mt 3,13). En esa ocasión Juan lo confiesa como Aquel a quien él debía preparar el camino, «el camino del Señor»: «Soy yo quien tiene necesidad de ser bautizado por ti y ¿vienes Tú a mí?» (Mt 3,14). Según el relato de Mateo, la voz que vino del cielo después del Bautismo de Jesús se dirige a los presentes: «Se abrieron los cielos y vio al Espíritu de Dios que bajaba como una paloma y venía sobre Él y una voz de los cielos decía: “Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco”» (Mt 3,16-17).

Nos preguntamos, ¿estaban los dos pares de hermanos −Pedro y Andrés, Santiago y Juan−, entre los discípulos de Juan y, por tanto, esperaban a Aquel a quien su maestro preparaba el camino? Y, con ocasión del Bautismo de Jesús, ¿fueron testigos de su identificación como el esperado? El evangelista lo da por sabido. En realidad, no podemos imaginar otro modo de «preparar el camino del Señor» que formando discípulos que lo acojan y lo sigan, cuando venga.

¿Cómo se explica, entonces, que, cuando Jesús los llama, estén a la orilla del mar de Galilea, «pescando»? Para responder debemos volver a nuestra muy elemental «cronología». En el momento del bautismo de Jesús, Juan está plenamente activo. Jesús, por su parte, después de su Bautismo, fue llevado por el Espíritu al desierto y permaneció allí cuarenta días tentado por Satanás. Podemos suponer que en este período Juan fue encarcelado. Lo dice la frase siguiente del Evangelio y nos informa de la reacción de Jesús: «Cuando oyó Jesús que Juan había sido entregado, se retiró a Galilea… Vino a residir en Cafarnaúm junto al mar…». Esta debió ser también la reacción de los discípulos de Juan, entre ellos, de los dos pares de hermanos, que vuelven a su oficio de pescadores. El Evangelio sigue: «Desde entonces, comenzó Jesús a predicar y decir: “Conviértanse, porque el Reino de los Cielos está aquí”». ¡Es la misma predicación de Juan! La diferencia es que Juan la refería a otro; en cambio, Jesús la refería a sí mismo. No sabemos cuánto tiempo duró esta predicación solitaria de Jesús. Pero debió llegar a oídos de esos dos pares de hermanos. Debemos concluir, entonces, que ellos sabían quién era Jesús, cuando Él, a la orilla de ese mar, los llamó para que, en adelante, lo siguieran a Él, es decir, fueran sus discípulos. Esto explica su respuesta inmediata: «Dejándolo todo, lo siguieron».

La reacción de los discípulos de Juan, cuando él fue entregado la describe Gamaliel, a propósito de otros movimientos: «Hace algún tiempo se levantó Teudas, que pretendía ser alguien y que reunió a su alrededor unos cuatrocientos hombres; fue muerto y todos los que lo seguían se disgregaron y quedaron en nada. Después de éste, en los días del empadronamiento, se levantó Judas el Galileo, que arrastró al pueblo en pos de sí; también éste pereció y todos los que lo habían seguido se dispersaron» (Hech 13,36-37). No agrega a los discípulos de Juan, porque a éstos, después de su encarcelación, los reunió Jesús. ¿Qué ocurrió a la muerte de Jesús? Sus discípulos también se habrían dispersado, si Jesús no hubiera resucitado y no les hubiera garantizado su presencia permanente en medio de ellos: «Yo estoy con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28,20). Este es el único hecho que explica la permanencia de la Iglesia a través de los siglos. En efecto, leemos en el IV Evangelio que los discípulos de Jesús estaban de nuevo volviendo a su oficio de pescadores en ese  mismo mar: «Simón Pedro les dice: “Voy a pescar”. Ellos le contestaron: “También nosotros vamos contigo”. Fueron y subieron a la barca…» (Jn 21,3). Habrían seguido siendo pescadores de peces, si no se les hubiera aparecido Jesús resucitado y no hubiera formulado a Pedro la llamada definitiva: «Tú, sígueme» (Jn 21,22).

Si en aquella primera llamada Pedro sabía a quién seguía, ahora, después de esa última llamada de Cristo resucitado, su conocimiento es pleno y puede decir, como dice Pablo y como dice todo el que sigue a Cristo: «Sé bien en quién he creído» (2Tim 1,12).

+ Felipe Bacarreza Rodríguez

Obispo de Santa María de los Ángeles

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