Domingo 34−C, Cristo Rey del Universo
Lc 23,35-43
Así tiene que ser levantado el Hijo del hombre
En este Domingo XXXIV del tiempo ordinario, que es el último del Año Litúrgico, celebra la Iglesia la Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo. Después de haber contemplado lo que Jesús hizo y enseñó, domingo a domingo, durante este año, culminamos el año reconociendolo como Rey nuestro y de todo el Universo. Para entender en qué sentido se da a Jesús el título de Rey, hay que asumir los pensamientos de Dios y no los de los hombres. Jesús no es rey en el sentido que dan los hombres a este título; es Rey en el sentido que le da Dios. Y para comprender este sentido hay que hacer un largo recorrido.
Todo comienza cuando Israel, que se consideraba hasta entonces conducido por Dios mismo, a través de jefes carismáticos, pidió a Dios un rey. El pueblo dijo al profeta Samuel: «Danos un rey para que nos juzgue, como todas las naciones… nuestro rey nos juzgará, irá al frente de nosotros y combatirá nuestros combates» (1Sam 8,5.20). Quieren un rey para que los guíe y, sobre todo, para que sea el primero en combatir junto al pueblo. Dios concedió la petición del pueblo, eligió como rey a Saúl y mandó al profeta Samuel instituirlo rey por medio de la unción. Saúl fue infiel a Dios y Dios lo rechazó. Entonces, Dios eligió como rey a David y mandó a Samuel instituirlo: «Tomó Samuel el cuerno de aceite y ungió a David en medio de sus hermanos. Y, a partir de entonces, vino sobre David el Espíritu del Señor» (1Sam 16,13). David fue entonces «el Ungido» del Señor (en hebreo: el Mesías; en griego: el Cristo). Esto ocurrió en el año 1010 a.C. David agradó a Dios, que declara: «He encontrado a David mi siervo, con mi óleo santo lo he ungido; mi mano será firme para él, y mi brazo lo hará fuerte» (Sal 89,21-22). David fue rey para servir al pueblo y no para hacerse servir por el pueblo. Nunca vivieron las doce tribus de Israel −toda la Casa de Jacob− un período de mayor unidad que bajo el reinado de David. David reinó hasta el año 970 d.C. Después de él, Israel se dividió en el Reino del Norte y el Reino del Sur. Desde entonces esperaba un Ungido, descendiente de David que sería rey sobre la Casa de Jacob, es decir, sobre Israel nuevamente unido. Así se entiende el anuncio del ángel Gabriel a la Virgen María: «Concebirás en el seno y darás a luz un Hijo a quien pondrás por nombre Jesús. Él será grande y será llamado “Hijo del Altísimo”; y el Señor Dios le dará el trono de David, su padre, y reinará sobre la Casa de Jacob por los siglos y su Reino no tendrá fin» (Lc 1,31-33).
En nuestro seguimiento de Jesús durante este año hemos visto que, contemplando sus obras −su admirable enseñanza y sus milagros−, sus discípulos lo reconocen como el Cristo prometido por Dios a su pueblo, declarando, por boca de Pedro: «Tú eres el Cristo de Dios» (Lc 9,20). La declaración es la verdad y Jesús la confirma; pero, inmediatamente, comienza a decirles en qué sentido debe entenderse: «El Hijo del hombre debe sufrir mucho, y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitar al tercer día» (Lc 9,22). Pedro, que empieza a objetar, porque esa suerte que espera a Jesús no calza con su idea del Cristo, recibe esta reprensión de Jesús: «¡Tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres!» (Mt 16,23).
¿Cuáles son los pensamientos de Dios respecto del Cristo y en qué sentido es Rey? Para responder a esta pregunta debemos trasladarnos al momento de su crucifixión y muerte, como lo hace el Evangelio de esta Solemnidad de Cristo Rey. Según los pensamientos de los hombres, nada hay más opuesto a su condición de Cristo y Rey que su crucifixión, como pensaba Pedro; según los pensamientos de Dios, en cambio, su muerte en la cruz es lo único que confirma su condición de Rey nuestro y del universo. En ese momento supremo los que piensan como los hombres −los magistrados, los soldados y uno de los malhechores crucificados con Él− dicen: «Que se salve a sí mismo, si Él es el Cristo de Dios, el Elegido»; o, dirigiendose a Él: «Si Tú eres el Rey de los judíos, ¡salvate!… ¿No eres Tú el Cristo? Pues ¡salvate a ti y a nosotros!». Si Jesús −en una hipótesis imposible− se hubiera salvado a sí mismo bajando de la cruz, habría demostrado que no era el Cristo. Él se reveló como el Cristo y el Rey porque, en el acto supremo de amor, entregó su vida en la cruz para que toda la humanidad viva. Por eso, según el pensamiento de Dios, Él es el Cristo y el Rey del Universo. Debe ser proclamado por nosotros como nuestro Rey, porque a Él debemos nuestra salvación eterna.
Jesús ya había dado a sus discípulos los elementos para asumir los pensamientos de Dios. En efecto, cuando sus discípulos se disputaban los primeros puestos en su Reino, entendido, según los pensamientos de los hombres, como ejercicio de poder humano, Jesús les dijo: «Los jefes de las naciones las dominan como señores absolutos, y los grandes las oprimen con su poder. No ha de ser así entre ustedes… de la misma manera que el Hijo del hombre no ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos» (Mt 20,25.26.28). El Rey, según los pensamientos de Jesús, que son los de Dios, es el que sirve a sus súbditos y los ama hasta el extremo de entregar su vida por ellos.
En el momento de la crucifixión el único que demuestra tener los pensamientos de Dios reconociendo a Jesús como Rey es uno de los malhechores que le ruega: «Jesús, acuerdate de mí, cuando vengas con tu Reino». ¿Cómo pudo entender esto? Él lo entiende al ver que Jesús muere implorando el perdón de Dios para sus verdugos y para el mundo entero: «Padre, perdonalos, porque no saben lo que hacen» (Lc 23,34). A este malhechor, el perdón le fue concedido con esta promesa: «Hoy estarás conmigo en el paraíso». A todos los seres humanos el perdón les es concedido, según esta promesa, que tiene su cumplimiento en la cruz: «Como levantó Moisés la serpiente en el desierto, así tiene que ser levantado el Hijo del hombre, para que todo el que crea en Él tenga vida eterna. Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,14-16). Se nos concede el perdón y la vida eterna, si confesamos a Jesús como nuestro Rey, que nos amó hasta el extremo de ser levantado en la cruz y entregar su vida por nosotros.
+ Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de los Ángeles