Domingo 29−C
Lc 18,1-8
Todo lo que pidan con fe en la oración lo recibirán
El Evangelio de este Domingo XXIX del tiempo ordinario nos transmite una enseñanza de Jesús que se introduce sin relación con lo anterior, con la fórmula de unión: «Les decía una parábola…».
Lucas quiso dar a su Evangelio un plan siguiendo el Evangelio de Marcos, al cual agrega el Evangelio de la infancia de Jesús, que son los episodios en torno a su nacimiento hasta su edad de doce años. El plan del Evangelio de Lucas −el Tomo I de su obra (cf. Hech 1,1-2)− es, entonces, la infancia de Jesús, su ministerio público en los pueblos de Galilea, su viaje a Jerusalén y su pasión, muerte, Resurrección y Ascensión al cielo en Jerusalén. Pero el evangelista dispone también de una colección de enseñanzas de Jesús que intercala en el relato, como es el caso de la parábola que leemos este domingo, que aparece sin relación con el contexto. Contiene, sin embargo, dos de los temas preferidos de Lucas: la oración y la mujer.
«Les decía una parábola para inculcarles que era preciso orar siempre sin desfallecer». Lo normal es que Jesús responda a alguna situación concreta por medio de una parábola. Por ejemplo, cuando lo critican por acoger a publicanos y pecadores, responde con la parábola del hijo pródigo en que el auditorio no puede más que estar de acuerdo con el padre que recibe a su hijo perdido −pecador− y se alegra de haberlo recuperado (cf. Lc 15,1-2,11-32); cuando le pregunta un legista quién es su prójimo, responde con la parábola del buen samaritano para que el legista −un judío− se vea obligado a concluir que también ese samaritano es su prójimo a quien debe amar como a sí mismo (cf. Lc 10,29-37); cuando el fariseo Simón que lo había invitado a su casa, piensa que Jesús no puede ser un profeta, al ver que consiente que una mujer pecadora unja sus pies, responde con la parábola de los dos deudores perdonados, obligando a Simón a concluir que deberá amarlo más aquel a quien más perdonó, a saber, esa mujer, que con su gesto demostró más amor que el fariseo (Lc 7,36-50); etc.
En este caso, el lector no sabe en qué situación concreta expuso Jesús esta parábola y su finalidad la declara el mismo evangelista. Jesús quiere inculcar a sus discípulos «que es necesario orar siempre, sin desfallecer». Lucas nos presenta a Jesús no sólo orando Él mismo, a menudo y en diversas ocasiones, como el maestro que enseña a sus discípulos con el ejemplo de su propia vida, sino también como el maestro que enseña con su palabra, haciendo de la oración el tema de su enseñanza. Ambas cosas se unen, cuando nos enseñó la oración del cristiano: «Estaba Jesús orando en cierto lugar». Está enseñando con su vida, pues quien ha visto a Jesús orar no puede dejar de comprender la trascendencia de ese acto. Jesús se dirigía a Dios diciendo: «Abbá, Padre» (Mc 14,36). Mientras oraba de esa manera, no era el caso de interrumpirlo. Por eso, sólo «cuando terminó, le dijo uno de sus discípulos: “Señor, enséñanos a orar, como enseñó Juan a sus discípulos”. Y Él les enseña a orar, esta vez con su palabra, no como enseñaba Juan, sino como ora Él mismo: “Cuando oren, digan: «Padre…» (Lc 11,1-2).
Con la parábola que leemos este domingo, Jesús quiere que sus discípulos asuman en su propia vida la necesidad de orar siempre sin desfallecer. Presenta una situación que suele ocurrir: «Había un juez en una ciudad, que ni temía a Dios ni respetaba a los hombres. Había en aquella ciudad una viuda que, acudiendo a él, le dijo: “¡Hazme justicia contra mi adversario!”». El juez es caracterizado por su actitud respecto de Dios y respecto de los hombres. Carece del «temor de Dios», que en la Biblia es la expresión de la piedad y de la correcta relación con Dios, la que caracterizará al hijo de David prometido, el Ungido por el Espíritu Santo: «Reposará sobre Él el Espíritu del Señor… Espíritu de temor del Señor; lo inspirará el temor del Señor» (Is 11,1-3). Para completar el septenario, la Iglesia desdoblará este don del Espíritu Santo en los dones de «piedad y temor de Dios». Sin este don es imposible agradar a Dios. Ese juez no tiene interés en agradar a Dios, como él mismo lo reconoce: «No temo a Dios ni respeto a los hombres».
Notemos que Lucas usa diverso verbo para expresar la relación del juez con Dios y con el ser humano, aunque ambas actitudes son dependientes. En efecto, porque carece ese juez del temor de Dios, por eso, tampoco respeta a los hombres, que son los seres más amados por Dios: «Tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo único» (Jn 3,16). El Concilio Vaticano II relaciona ambas actitudes así: «Sin el Creador, la creatura desvanece» (GS 36). Si se niega el Creador, queda negada la creatura, en este caso, una mujer viuda, que por eso sufría injusticia.
Vemos a diario en nuestra patria que hombres y mujeres, a menudo los más desprotegidos, como era esa viuda, cuando han sido víctimas de atropello a sus derechos, quedan sin que se les haga justicia. Esta falta de respeto a su dignidad tiene su causa en la falta de temor de Dios o en la negación de Dios. El signo más evidente es el atropello del derecho a la vida de los seres humanos más indefensos, a saber, los niños en el seno materno. No son respetados y no se les hace justicia, porque no hay temor de Dios.
Si la viuda obtiene justicia no es por respeto a su derecho, sino por su perseverancia, como lo reconoce el mismo juez: «Como esta viuda me causa molestias, le voy a hacer justicia para que no venga continuamente a importunarme». La viuda obtuvo lo que pedía, porque importunó al juez continuamente, sin desfallecer. Jesús pregunta: «Y Dios, ¿no hará justicia a sus elegidos, que están clamando a Él día y noche, y los hace esperar?».
¿Quiénes son los «elegidos de Dios»? Son los que están en Cristo que es «el Elegido de Dios». En efecto, así lo llama Juan Bautista dando testimonio de Él: «Yo lo he visto y doy testimonio de que éste es el Elegido de Dios» (Jn 1,34). Pero, sobre todo, así lo declara el mismo Dios en el monte de la Transfiguración: «Este es mi Hijo, mi Elegido; escúchenlo» (Lc 9,35). Sobre los que están en Cristo dice San Pablo: «Dios nos ha elegido en Cristo, antes de la creación del mundo… destinándonos a la filiación de Él por Cristo Jesús» (Ef 1,4.5). La oración de estos elegidos de Dios es continua −claman a Dios día y noche− y debe prolongarse sin desfallecer, porque Dios los hace esperar. La pregunta de Jesús tiene esta respuesta: Él hará justicia a sus elegidos pronto. La oración perseverante de los elegidos de Dios obtiene de Él todo lo que pide. En ellos se cumple la promesa de Jesús: «Todo lo que pidan con fe en la oración lo recibirán» (Mt 21,22). Por eso, la frase conclusiva de Jesús es una pregunta, que toca a nosotros responder: «Cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará fe sobre la tierra?». El criterio para responder a esta pregunta es la oración de los hombres y mujeres de nuestra generación.
+ Felipe Bacarreza Rodríguez
Obispo de Santa María de los Ángeles