Cartas Pastorales

El Evangelio del Domingo, 25 septiembre 2022

Domingo 26−C

Lc 16,19-31

Este es mi Hijo, mi Elegido; escúchenlo

Leemos en el Evangelio de este Domingo XXVI del tiempo ordinario otra parábola de Jesús que nos transmite solamente Lucas. Está relacionada con la que leíamos el domingo pasado, porque ambas comienzan con idénticas palabras: «Era un hombre rico…».

El evangelista intercala, sin embargo, entre ambas parábolas algunas sentencias de Jesús, que considera, en cierta forma relacionadas con el tema. La parábola que leemos este domingo es un comentario a la recomendación con que Jesús concluía la parábola del administrador astuto, aunque injusto: «Yo les digo: Háganse amigos con el dinero injusto, para que, cuando llegue a faltar, los reciban en las moradas eternas» (Lc 16,9). Esa parábola era una historia, tomada de la vida real, con la cual Jesús nos exhorta a ser astutos y presurosos en el uso de las riquezas de este mundo para que, cuando falten −se entiende, con la muerte, que es el límite inexorable de esas riquezas−, seamos acogidos en las «moradas eternas», las que no tienen fin. Nos presenta, a continuación, la historia de un rico que no actuó según esa recomendación y, por tanto, no fue acogido allá.

«Era un hombre rico, que vestía de púrpura y lino y celebraba todos los días espléndidas fiestas. Y uno pobre, llamado Lázaro, que, echado junto a su portal, cubierto de llagas, deseaba hartarse de lo que caía de la mesa del rico…». Con esa descripción Jesús representa, de manera casi visual, el contraste entre «un hombre rico… y uno pobre». Todo hombre rico ciertamente tiene un nombre, que en este mundo todos pronuncian con veneración; pero Jesús en la parábola no le da nombre, para que nadie se sienta denunciado y para que ese nombre no quede proscrito. Al pobre, en cambio, a quien nadie venera en este mundo, excepto los perros que le lamían las llagas, Jesús da un nombre, y un nombre que es muy apreciado por Él: Lázaro. Es el nombre de aquel a quien Jesús llama «nuestro amigo», el único de quien se lee: «Jesús amaba a… Lázaro», por cuya muerte llora y a quien llama del sepulcro, gritándole: «Lázaro, sal fuera» (Jn 11,5.11.35.43). Este nombre da Jesús al pobre de la parábola.

Dentro del contraste, hay un verbo, el único, que se predica de ambos −de Lázaro y del rico− por igual: «Murió el pobre… murió también el rico». Para el pobre, la muerte no es motivo de terror, como lo expresa, alabando a Dios, otro pobre, San Francisco de Asís, en su Cántico de las creaturas: «Loado seas, mi Señor, por nuestra hermana la muerte corporal, de la cual ningún hombre viviente puede escapar». Para el rico, en cambio, es el momento en que las riquezas vienen a faltar. Las riquezas pueden obtenernos muchas cosas; pero no pueden obtenernos la inmortalidad. En efecto, duran solamente el tiempo breve de esta vida terrena, que es «un instante entre dos eternidades», como la definía Santa Teresa de Niño Jesús. En las otras dos eternidades −la precedente y la sucesiva− las riquezas de este mundo no existen.

Después de la muerte, sigue el contraste entre Lázaro y el rico, ¡pero invertido! «Lázaro fue llevado por los ángeles al seno de Abraham», a esas «moradas eternas», como llama Jesús a la felicidad plena y sin fin; «el rico fue sepultado… en el Hades, entre tormentos». El contraste entre el rico y el pobre en esta vida terrenal, que dura sólo «un instante», se podía remediar; en cambio, el que hay después de la muerte corporal no tiene remedio, porque es eterno e irreversible. Al rico, que se contentaba con que Lázaro, mojando su dedo en agua, le refrescara la lengua, responde Abraham: «Hijo, recuerda que tú recibiste tus bienes durante tu vida y Lázaro, al contrario, sus males; ahora, pues, él es aquí consolado y tú atormentado. Y, además, entre nosotros y ustedes se interpone un gran abismo, de modo que los que quieran pasar de aquí a ustedes, no puedan; ni de ahí puedan pasar donde nosotros».

Muy distinta de la vida de aquel rico fue la vida de San Luis Rey de Francia, de quien se dice que invitaba a su mesa a los pobres y él mismo les lavaba los pies y los servía. No comían esos pobres de lo que caía de la mesa del rey, sino de lo mismo que comía el rey. A eso se refiere Jesús cuando invita a hacerse amigos con las riquezas de este mundo. No había contraste entre el rey San Luis y esos pobres. El rey era uno de ellos.

Pero la parábola no termina ahí. Tiene también el objetivo de presentar en forma concreta la dificultad expresada por Jesús de que un rico entre en el Reino de Dios: «Es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja» (Lc 18,25). Sigue, entonces, la parábola con otra súplica, que, en medio de sus tormentos, dirige el rico a Abraham: «Te ruego, padre, que envíes a Lázaro a la casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que les dé testimonio, y no vengan también ellos a este lugar de tormento». Parece una petición razonable. Pero Abraham lo considera inútil, pues la voz de Lázaro sería sólo una más, y responde: «Tienen a Moisés y a los profetas; que los escuchen». Tiene razón Abraham, porque es el mismo Dios quien los exhorta: «Muchas veces y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas» (Heb 1,1). El rico sabe, por experiencia, que, así como él mismo durante su vida no escuchó, tampoco ellos escucharán. Por eso, insiste: «Si alguno de entre los muertos va donde ellos, se convertirán». Abraham sigue considerando eso inútil: «Si no escuchan a Moisés y los profetas, aunque resucite un muerto no se convertirán». Aquí nosotros mismos estamos inclinados a pensar que la reprensión de un muerto que ha resucitado, podría hacerles cambiar de vida. Tal vez para convencernos a nosotros de que también en esto Abraham tiene razón es que el pobre de la parábola recibe el nombre de Lázaro. Jesús resucitó a un hombre llamado Lázaro y su resurrección tuvo distinto efecto. Los que ya escuchaban a Moisés y los profetas creyeron en Jesús: «Muchos de los judíos que habían venido a casa de María, viendo lo que había hecho, creyeron en Él» (Jn 11,45). Pero los que ya antes estaban cerrados, al ser informados de ese hecho, se cerraron más aún: «Desde ese día decidieron darle muerte (a Jesús)» (Jn 11,53). De nuevo, tiene razón Abraham: si no escuchan a Moisés y los profetas, la resurrección de Lázaro no habría bastado.

Una de las sentencias de Jesús intercaladas entre las dos parábolas sobre el uso de las riquezas es esta: «La Ley (Moisés) y los profetas llegan hasta Juan; desde entonces es evangelizado el Reino de Dios» (Lc 16,16). La parábola del rico y Lázaro pertenece a este tiempo: «En estos últimos tiempos Dios nos ha hablado por el Hijo» (Heb 1,2). Si Abraham consideraba que para convertirse era suficiente escuchar a Moisés y los profetas, cuanto más debemos convertirnos nosotros, que tenemos en el Evangelio la Palabra del Hijo. A nosotros la voz de Dios mismo, refiriéndose a Jesús, nos exhorta: «Este es mi Hijo, mi Elegido; escúchenlo» (Lc 9,35).

+ Felipe Bacarreza Rodríguez

Obispo de Santa María de los Ángeles

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