Cartas Pastorales

El Evangelio del Domingo 31 julio 2022

Domingo 18−C

Lc 12,13-21

Al que tome lo tuyo no se lo reclames

En el Evangelio de este Domingo XVIII del tiempo ordinario leemos un episodio de la vida pública de Jesús que conoció Lucas y que sólo él nos transmite. El evangelista lo introduce de manera abrupta en medio de una enseñanza de Jesús, presentandolo como una interrupción: «Uno de la multitud le dijo: “Maestro, di a mi hermano que reparta la herencia conmigo”».

El evangelista ya ha descrito esa «multitud» diciendo: «Habiendose reunido una multitud de miles y miles, hasta pisarse unos a otros, comenzó a decir primeramente a sus discípulos…» (Lc 12,1). El que alza la voz de en medio de esa inmensa multitud para exponer una situación que afecta personalmente a él está indeterminado: «Uno de la multitud». Así le responde también Jesús llamandolo de la manera más universal posible: «¡Hombre! ¿Quién me ha constituido juez o repartidor entre ustedes?». Cerrado el paréntesis de este episodio, la enseñanza de Jesús sigue: «Dijo pues a sus discípulos: “Por eso, les digo: No se inquieten por su vida, qué comerán, ni por su cuerpo, con qué se vestirán…”». Analizado el episodio en sí, nos preguntaremos qué movió a Lucas a introducirlo en este punto de su Evangelio.

Con la presentación del caso de manera universal el evangelista quiere decir que se trata de un conflicto entre hermanos que suele ocurrir. Es frecuente que los hermanos se enemisten por discrepancias en la repartición de la herencia. ¿No tiene nada que enseñar Jesús ante este problema? Sí, Él, con su respuesta, resuelve el problema; pero no en el nivel al que lo quieren arrastrar, sino en el nivel de la causa: la codicia. En efecto: «Les dijo (se entiende, a los dos hermanos): “Miren y guardense de toda codicia, porque, aun en la abundancia, la vida de uno no está asegurada por sus posesiones”». Debemos decir, a favor del individuo que plantea el problema, que él confía en que la decisión de Jesús, llamado «Maestro», gozará de tal autoridad, que será aceptada por su hermano. ¿Qué motivo puede tener el hermano para acaparar la herencia o cualquiera otra posesión de este mundo? Ciertamente, asegurar su vida con la abundancia de sus riquezas. Jesús declara que eso no es un seguro para su vida. La vida del ser humano en este mundo termina cuando lo decide su Creador y no se prolonga ni un instante más allá de ese límite. Para ilustrar esta verdad, Jesús propone a los hermanos una parábola.

«Les dijo una parábola: Los campos de un hombre rico dieron mucho fruto…». Jesús expone la reacción de ese hombre ante esa abundancia como algo conocido por todos. Todo se concentra en su propio goce. No aflora ningún pensamiento en favor de los demás. Es el egoísmo en su estado más puro. Después de decidir: «Edificaré otros graneros más grandes y reuniré allí todo mi trigo y mis bienes», delibera consigo mismo: «Diré a mi alma: “Alma, tienes muchos bienes en reserva para muchos años. Descansa, come, bebe, banquetea”». Según él, se aseguró una vida de placer «para muchos años». Pero el designio de Dios sobre él era otro: «Dios le dijo: “¡Necio! Esta misma noche se te pedirá el alma; las cosas que preparaste, ¿para quién serán?”». Terminada la parábola, Jesús exhorta a no atesorar riquezas para sí, diciendo: «Así −como ese rico necio− es el que atesora riquezas para sí, y no se enriquece en orden a Dios».

Dios describe la reflexión de ese hombre rico como «necedad» −¡lo que preparó para muchos años le duró un día!− y nos llama a tener una actitud sabia. ¿Cuál sería? Debió reflexionar: «Es posible que Dios me pida el alma esta noche; repartiré toda esta riqueza que Dios me ha dado a los pobres y, de esa manera, tendré un tesoro en el cielo y así estaré preparado para que Dios me pida el alma en cualquier momento». Esa misma noche Dios le habría dicho: «Bien, siervo bueno…, entra en el gozo de tu Señor» (cf. Mt 25,21.23).

Sabemos que las parábolas son una invitación a tomar partido. ¿Depuso el hermano su actitud y repartió la herencia con su hermano? El Evangelio lo deja en suspenso. En todo caso, hemos visto que Jesús tomó cartas en el asunto y dio una enseñanza para todos los que estén en el mismo caso. En otra ocasión dijo: «Al que te quite el manto, no le niegues la túnica… y al que tome lo tuyo, no se lo reclames» (Lc 6,29.30).

Debemos observar que el evangelista es cuidadoso en los términos que usa. Dos veces el rico de la parábola habla de sus muchos «bienes», para referirse a la riqueza de este mundo, la que acumuló en sus grandes graneros. Jesús, en cambio, habla de «posesiones» y Dios dice: «Las cosas que acumulaste». Llamar «bienes» a las riquezas de este mundo revela que, en cierto sentido, nuestra cultura secularizada comparte la reflexión de ese hombre a quien Dios llama: «Necio». Las posesiones de este mundo son ambiguas; y en la mayoría de los casos deberían ser llamadas «males», porque nos ponen un obstáculo para la posesión del verdadero Bien, el Bien supremo y absoluto, que es Dios y que estamos llamados a poseer eternamente. Lo declara Jesús en otro lugar: «¡Qué difícil es que los que tienen riquezas entren en el Reino de Dios! Es más fácil para un camello entrar por el ojo de una aguja, que para un rico entrar en el Reino de Dios» (Lc 18,24-25).

Terminado este episodio, debemos responder por qué Lucas lo intercala aquí. Vemos que Lucas sigue exponiendo la enseñanza de Jesús. En esa enseñanza, entre otras cosas, habla también de los graneros, pero para no preocuparse de construir otros mayores: «Fijense en los cuervos: ni siembran, ni cosechan; no tienen bodega ni granero, y Dios los alimenta. ¡Cuánto más valen ustedes que las aves!» (Lc 12,24). Y respecto de las riquezas: «Vendan sus posesiones y den limosna. Haganse bolsas que no se deterioran, un tesoro inagotable en los cielos…; porque donde esté el tesoro de ustedes, allí estará también el corazón de ustedes» (Lc 12,33-34). Es una invitación a que nuestro corazón esté siempre en el cielo, donde está el Dios Uno y Trino, que es el Bien, la Belleza y la Bondad, en cuya contemplación consiste nuestra felicidad plena y eterna.

+ Felipe Bacarreza Rodríguez

Obispo de Santa María de los Ángeles

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