Cartas Pastorales

El Evangelio del Domingo 2 noviembre 2025

Domingo de los Fieles Difuntos

Jn 11,17-27

El que cree en mí, aunque muera, vivirá

Dado que en este día 2 de noviembre celebra la Iglesia la «conmemoración de todos los fieles difuntos», debemos comenzar aclarando quiénes son ellos. En primer lugar, «difuntos» son todos aquellos seres humanos, que Dios eligió para que existieran −en lugar de no existir−, que ya vinieron a la existencia concreta, cada uno en su momento, y que, después del espacio de vida que se les concedió, ya abandonaron la escena de este mundo. El sustantivo «difunto» procede del latín «de-functus», que significa: «el que ha cumplido con su cometido (su función)», en este caso, con su misión en este mundo. «Difunto» designa, por tanto, al que ha muerto. Pero, para ser objeto de esta conmemoración, no basta que alguien sea «difunto»; debe ser, además, «fiel (creyente)», es decir, haber creído en Jesucristo y haber muerto acogiendo a Cristo como Hijo de Dios y único Salvador.

Los «fieles difuntos» son los que gozan de la situación descrita por Jesús, poco antes de su pasión y muerte, en estos términos: «Voy a prepararles un lugar; y, cuando haya ido y les haya preparado un lugar, volveré y los tomaré conmigo, para que donde estoy Yo estén también ustedes» (cf. Jn 14,2-3). De entre éstos, algunos practicaron durante esta vida las virtudes de la fe, esperanza y caridad en grado heroico y fueron a ocupar ese lugar inmediatamente después de su muerte. Ellos son los que llamamos «santos» −canonizados o no− y gozan ya de la visión de Dios y la felicidad eterna, esperando la resurrección de la carne. A éstos «fieles difuntos» celebra la Iglesia el 1 de noviembre, Solemnidad de Todos los Santos. En esta celebración nosotros, que todavía peregrinamos en este mundo, nos encomendamos a estos hermanos nuestros que ya gozan de la visión de Dios.

Pero la mayoría de los «fieles difuntos» no han practicado el amor en grado heroico y, aunque aman a Jesús y lo acogen como Salvador, antes de ir al lugar preparado por Jesús y gozar de la visión de Dios, tienen que purificar los pecados contra Dios y el prójimo, cometidos en este mundo. Ellos están en la situación que llamamos «purgatorio» (que se puede traducir «purificatorio»). Estos son los «fieles difuntos» que conmemoramos en este domingo 2 de noviembre. Esta conmemoración es radicalmente distinta de la celebración de todos los santos. En efecto, cuando se trata de los santos, nosotros nos encomendamos a ellos, suplicando su intercesión ante Dios, de cuya visión ellos ya gozan. En cambio, cuando se trata de los demás «fieles difuntos», los que están en el purgatorio, somos nosotros quienes oramos por ellos, para que concluyan su purificación y accedan a la visión de Dios. Por eso, no conviene confundir ambas instancias, acudiendo a los cementerios a orar por los fieles difuntos en el día de «todos los santos», porque en este día −como hemos dicho− se trata de implorar a los santos que intercedan por nosotros, aún peregrinos en este mundo.

Surge inmediatamente la pregunta sobre los difuntos que en su paso por esta vida terrena no han conocido a Jesucristo, porque han nacido antes que Él o porque nunca llegó a ellos el anuncio de Cristo. Dado que la situación a la que está destinado todo ser humano, la que Jesús nos ha abierto con su muerte en la cruz, Resurrección y Ascensión al cielo, Él la define como «estar con Él donde Él está», nadie puede llegar allá que no acoja a Jesucristo como su Señor y Dios. Podemos suponer, entonces, como enseña Santo Tomás de Aquino, que a todo ser humano, en el momento de la muerte, en el momento de la última decisión antes de que el alma abandone el cuerpo, le será presentado Jesús −lo que no ocurrió durante su vida− y tendrá que optar por acogerlo o rechazarlo. Los que hayan procurado en esta vida el bien del prójimo lo acogerán ciertamente como Aquel a quien anhelaban encontrar; los que hayan hecho el mal al prójimo y se confirmen en esta actitud lo rechazarán excluyéndose para siempre de su compañía y de la felicidad eterna. Éstos son difuntos, pero no fieles.

Sabemos todo esto porque nos fue revelado y lo aceptamos por la fe. En el Evangelio de este día tenemos el diálogo de Jesús con Marta, la hermana de Lázaro, que había muerto y yacía en el sepulcro. El episodio es introducido así: «Cuando llegó Jesús, se encontró con que Lázaro llevaba ya cuatro días en el sepulcro». Esta precisión temporal indica que ya había comenzado la descomposición del cuerpo del difunto. Marta expresa la convicción, que ya muchos judíos tenían, de que, si Jesús hubiera llegado cuando Lázaro aún no había muerto, Él, con su poder de sanar a los enfermos, habría impedido que muriera: «Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano». Pero su fe en el poder de Jesús va más allá, insinuando que Él puede resucitar a Lázaro, inspirándose, probablemente, en los casos en que los grandes profetas Elías (cf. 1Reg 17,17-24) y Eliseo (cf. 2Reg 4,18-37) resucitaron a muertos: «Pero aun ahora (cuando Lázaro ya está muerto) yo sé que cuanto pidas a Dios, Dios te lo concederá». Jesús comprende su insinuación y le dice, en futuro, pero sin precisar cuándo: «Tu hermano resucitará».  Marta lo toma como una evasiva de lo que ella pretendía y le dice: «Sé que resucitará, en la resurrección, el último día». Ella declara su fe en la resurrección final, que en Israel ya profesaban los fariseos. Pero, entonces Jesús, con una de esas sentencias solemnes en «Yo soy», que remontan hasta su Persona divina, aclara: «Yo soy la resurrección y la vida». La verdad de esta afirmación con todo su significado quedará demostrada, cuando Jesús, ante la tumba de Lázaro, después de ordenar a los presentes que sea retirada la piedra que cubría la entrada, ordena, esta vez al difunto, como si ya estuviera vivo: «¡Lázaro, sal fuera!». Y esa orden fue cumplida: «El muerto salió, atado de pies y manos con vendas y envuelto el rostro en un sudario».

La resurrección de Lázaro fue un hecho histórico. Pero es también un signo, el último de los signos obrados por Jesús, antes del signo supremo, a saber, su propia resurrección después de su muerte en la cruz. Son llamados «signos», porque, además del hecho milagroso mismo, nos revelan quién es Jesús. La resurrección de Jesús es el signo supremo, porque confirma todo lo enseñado y hecho por Él. Sobre cada cosa que Jesús dice o hace debemos pensar que lo dice o hace el que tiene poder sobre la muerte y concede la vida eterna, como aclara a Marta: «El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá para siempre». Confirma Jesús la necesidad de acogerlo a Él con la afirmación absoluta, que no admite excepción: «Yo soy el camino y la verdad y la vida; nadie va al Padre sino por mí» (Jn 14,6).

Sobre la base de esas sentencias de Jesús, podemos afirmar que, en los fieles difuntos, en los que mueren profesando su fe en Cristo, se cumple lo prometido por Él: aunque mueran vivirán… no morirán para siempre… por mí, irán al Padre. A todos se dirigirá la misma pregunta que dirige Jesús a Marta: « ¿Crees tú esto?». Debemos tener preparada la respuesta y profesarla con vivo celo: «Sí, Señor, yo creo que Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, el que iba a venir al mundo».

+ Felipe Bacarreza Rodríguez

Obispo emérito de Santa María de los Ángeles

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