Cartas Pastorales

El Evangelio de Hoy Domingo 11 septiembre 2016

Lc 15,1-32

Dios se complace en que el pecador se convierta y viva

El tema de fondo del Capítulo XV del Evangelio de Lucas, que leemos completo en este Domingo XXIV del tiempo ordinario, es la revelación de cómo es verdaderamente Dios. Nadie puede presumir de tener un conocimiento perfecto de Dios y la imagen que nos hacemos de Él debe ser continuamente purificada. La revelación del Dios vivo y verdadero alcanza su plenitud en Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, como lo declara San Juan: «A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha contado» (Jn 1,18). Jesús revela cómo es Dios, no sólo con su palabra, sino también con toda su vida. Por eso, los fariseos y los escribas, que discrepan de Jesús sobre el modo de tratar a los pecadores, demuestran tener una idea falsa sobre Dios. La imagen verdadera de Dios la vemos en Jesús.

«Los fariseos y los escribas murmuraban, diciendo: “Este acoge a los pecadores y come con ellos”». Ellos tienen una noción de Dios, según la cual acoger a los pecadores es ir contra su voluntad. Ellos tienen la idea de un Dios que condena a los pecadores y no se interesa por ellos. Jesús vino a revelar a un Dios que ama a todos, incluidos los pecadores; un Dios que «quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad» (1Tim 2,4). Bien sabe de esto Jesús, que precisamente vino al mundo para satisfacer ese deseo de Dios su Padre, como leemos en la solemne declaración del San Pablo: «Es cierta y digna de ser aceptada por todos esta afirmación: Cristo Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores» (1Tim 1,15). ¿En qué se basa para asegurar que esa afirmación es verdad? Se basa en la palabra del mismo Jesús: «No he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores» (Mc 2,17).

Jesús responde a la crítica por medio de las tres parábolas así llamadas «de la misericordia»: las dos parábolas gemelas de la oveja perdida y de la dracma perdida y la parábola del hijo pródigo, mejor llamada «del Padre misericordioso».

Un pastor que tiene cien ovejas, todas a salvo en el corral, está contento con ellas y ciertamente las ama. Pero si se le pierde una, que el pastor conoce por su nombre, no reacciona diciendo: «Que se pierda, es culpa suya», sino que siente dolor por ella, porque la sigue amando, y ese amor lo impulsa a buscarla, hasta encontrarla. Sigue Jesús: «Cuando la encuentra, la pone contento sobre sus hombros; y llegando a casa, convoca a los amigos y vecinos, y les dice: “Alegrense conmigo, porque he hallado la oveja que se me había perdido”». Análoga es la reacción de la mujer que pierde una de sus diez dracmas: no la deja perdida, sino que «enciende una lámpara y barre la casa y busca cuidadosamente hasta que la encuentra» y luego, comunica su alegría a las amigas y vecinas. La conclusión de ambas parábolas es que así se alegra Dios: «Del mismo modo, les digo, se produce alegría ante los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta».

Al justo Dios ciertamente lo ama. Pero hacia el pecador, que está perdido, su amor se convierte en misericordia, es decir, compasión, que lo mueve a salvarlo. La revelación de la misericordia de Dios hacia el pecador es el objetivo de la parábola del hijo pródigo. Ese hijo menor, después de abandonar a su padre, cae a un nivel de miseria tan bajo que es inferior a los puercos, animal impuro para los judíos: «Deseaba llenar su vientre con las algarrobas que comían los puercos, pero nadie se las daba». No existe el padre que permanezca indiferente al ver a su hijo en esa situación. Todo padre que ve a su hijo en esa miseria siente dolor por él y está dispuesto a todo por sacarlo de allí. Ese sentimiento del padre es la misericordia. Es lo que siente Dios al vernos a nosotros los seres humanos, que somos pecadores. Es lo que siente Jesús, que dio su vida por la salvación de los pecadores. Por eso, Jesús acoge a los pecadores y come con ellos. Quiere que se conviertan y vivan.

Jesús no acoge a los pecadores para aprobar su pecado. El pecado es siempre un mal, es una ofensa contra Dios. Pero, de rechazo, es la muerte del pecador, pues alejandonos del Dios vivo, caemos bajo el dominio de la muerte. Lo que Jesús procura, cuando acoge a los pecadores, es que sientan dolor de haber ofendido a Dios y vuelvan a Él. Él nos muestra lo que había dicho Dios por boca del profeta Ezequiel en el Antiguo Testamento: «¿Acaso me complazco yo en la muerte del  malvado –oráculo del Señor Dios- y no más bien en que se convierta de sus caminos y viva?» (Ez 18,23). Dios se complace en que el pecador se convierta y viva. Así es el Dios verdadero. Y si Dios se alegra cuando el pecador se convierte, también debemos alegrarnos nosotros, también deben alegrarse los escribas y fariseos. Ellos debían haber felicitado a Jesús por su modo de proceder y porque él a menudo lograba el objetivo: Mateo, que era publicano, se convirtió en apóstol de Cristo, después que Jesús comió en su casa; Zaqueo, que era jefe de publicanos y pecador, cambió de vida y reparó todo el mal cometido, después que Jesús alojó en su casa. La conversión de estos dos hombres y la de muchos otros, entre ellos la de San Pablo, que era fariseo, debió ser causa de gran fiesta en el cielo. El apóstol reconoce la misericordia de Dios: «Si encontré misericordia fue para que en mí primeramente manifestase Jesucristo toda su paciencia y sirviera de ejemplo a los que habían de creer en él para obtener vida eterna» (1Tim 1,16).

Jesús quiere que se conviertan también esos escribas y fariseos y con ese fin propone la segunda estrofa de la parábola: el hijo mayor no acepta que el padre haga fiesta por el hijo hallado. El padre lo invita a alegrarse también él por su hermano vuelto a la vida. Es la invitación que hace Jesús a esos escribas y fariseos. La hace también a nosotros.

 

+ Felipe Bacarreza Rodríguez

Obispo de Santa María de Los Ángeles

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