Cartas Pastorales

Domingo 12 julio 2020 Tiempo Ordinario, Domingo 15A

Mt 13,1-23

Es Dios quien da el crecimiento

En este Domingo XV del tiempo ordinario comenzamos a leer el tercero de los cinco discursos en que Mateo organiza el material que él tenía a su disposición para escribir su Evangelio. En los domingos pasados hemos visto el Sermón de la montaña y el Discurso apostólico. Esta vez comenzamos a leer el Discurso en parábolas, que nos acompañará todavía en los dos domingos próximos.

«Parabolé» es una palabra griega que designa una cosa que está puesta junto a otra por su relación con ella. En el caso del Evangelio se llama así a una comparación o un relato que tiene relación con una realidad concreta sobre la cual se quiere transmitir una enseñanza. Es evidente que este fue un método pedagógico muy usado por Jesús; podemos decir que caracteriza su enseñanza. En la mayoría de los casos la enseñanza que Él quiere transmitir se relaciona con la presencia del Reino de Dios. No olvidemos que el resumen de su enseñanza está formulado así: «Conviertanse, porque el Reino de los Cielos está aquí» (Mt 4,17). Y es lo mismo que mandó predicar a sus apóstoles, como veíamos en el Discurso apostólico: «Vayan proclamando que el Reino de los cielos está aquí» (Mt 10,7). En el Evangelio hay cierta indecisión entre la actual presencia del Reino de Dios en el mundo y su sola cercanía, hasta el punto de pedir aclaración: «Habiéndole preguntado los fariseos cuándo viene el Reino de Dios, les respondió: “El Reino de Dios viene sin dejarse sentir. Y no dirán: Veanlo aquí o allá, porque el Reino de Dios ya está entre ustedes”» (Lc 17,20-21). En el Discurso en parábolas Jesús repite siete veces: «El Reino de los cielos es semejante a…».

El Discurso comienza desvinculado de cualquier situación concreta: «En aquel día, saliendo Jesús de la casa, se sentó (ekátheto) junto al mar». Sentarse es la actitud del maestro. De este verbo procede la palabra «káthedra», cátedra, que es el lugar desde donde se enseña. «Se reunió en torno a Él una gran multitud, de manera que Él, subido a una barca, se sentó mientras la multitud de mantenía en la orilla». Para mayor claridad el evangelista repite dos veces: «Jesús se sentó».

«Les habló muchas cosas en parábolas, diciendo: “Salió el sembrador a sembrar…”». Así empieza el Discurso. Tiene su nombre dado por el mismo evangelista, que agrupa ocho parábolas. Es evidente que esto responde a un plan del evangelista, que, como hemos dicho, organiza su material en cinco discursos. El fin del Discurso en parábolas es evidente: «Y sucedió que, cuando acabó Jesús estas parábolas, partió de allí» (Mt 13,53).

Jesús no pronunció todas estas parábolas juntas y tampoco están aquí todas las parábolas del Evangelio de Mateo. Aquí agrupó las que tienen relación con el Reino de los cielos y pueden exponerse desvinculadas de una situación concreta. El evangelista incluye otras parábolas que por su contenido quedan mejor en otros contextos. Por ejemplo, la parábola de las virgenes necias y la parábola del juicio final, ambas las incluye en su Discurso escatológico (sobre el fin) (Mt 24 y 25).

La parábola del sembrador, que abre el discurso en parábolas, corresponde a la experiencia de Jesús mismo en su predicación por los pueblos de la Palestina. Es la experiencia de todo apóstol en su predicación. Jesús discierne cuatro posibilidades de reacción ante la predicación y las compara –por eso, es una parábola– con la suerte de la semilla cuando cae en cuatro tipos de terreno: «Salió el sembrador a sembrar. Y al sembrar, unas semillas cayeron junto al camino y viniendo las aves las devoraron; otras cayeron en pedregal…; otras cayeron entre espinas…; otras cayeron en tierra buena y dieron fruto…». El panorama es un poco desalentador, pues ¡la gran parte de la semilla se pierde! ¿Qué es lo que justica el esfuerzo de sembrar? Aunque 3/4 de la semilla se pierde, el sembrador sale, de todas maneras, a sembrar por la abundancia de fruto que produce la parte que cae en terreno bueno: «Otras cayeron en tierra buena y dieron fruto, una ciento, otra sesenta, otra treinta». El punto de comparación lo expresa Jesús en cada caso repitiendo: «Sucede a todo el que oye la Palabra del Reino y no la comprende… El que fue sembrado en pedregal, es el que oye la Palabra, y al punto la recibe con alegría… El que fue sembrado entre los abrojos, es el que oye la Palabra, pero las preocupaciones del mundo… Pero el que fue sembrado en tierra buena, es el que oye la Palabra y la comprende: éste sí que da fruto y produce, uno ciento, otro sesenta, otro treinta». La semilla es entonces la Palabra de Dios. Lucas lo dice expresamente en el lugar paralelo: «La semilla es la Palabra de Dios» (Lc 8,11).

La parábola del sembrador es una invitación a acoger la Palabra de Dios como acoge la semilla la tierra buena y una advertencia sobre las cosas que pueden dejarla infecunda: el que ya está cerrado de antemano y rechaza la Palabra inmediatamente es aquel de cuyo corazón la arrebata el Maligno; el que es inconstante y sucumbe ante cualquier persecución por causa de la Palabra; el que se deja inquietar en exceso por las preocupaciones del mundo o se deja seducir por el engaño de las riquezas. Solo es terreno apto «el que oye la Palabra y la comprende». No basta, por tanto, oír la Palabra; es necesario una disposición interior que haga sintonizar con ella, que la haga comprender, que la haga suya.

La conclusión de la parábola es como un grito de alegría: «¡Este sí que da fruto y produce, uno ciento, otro sesenta, otro treinta!». Este caso justifica toda la actividad apostólica de la Iglesia. El apóstol siembra, pero es Dios quien hace fructificar. Por eso, el apóstol no debe atraer la gloria para sí; la gloria debe ser siempre para Dios. No es el éxito lo que interesa en un apóstol; más bien debe rehuir el éxito. Lo que interesa es el fruto y éste es obra de Dios. Así lo enseña el gran Apóstol, que entiende de esto: «¿Qué es Apolo? ¿Qué es Pablo?… ¡Servidores, por medio de los cuales ustedes han creído!, y cada uno según lo que el Señor le dio. Yo planté, Apolo regó; pero fue Dios quien dio el crecimiento. De modo que ni el que planta es algo, ni el que riega, sino Dios que hace crecer» (1Cor 3,5-7).

                                                                                      + Felipe Bacarreza Rodríguez

                                                                                 Obispo de Santa María de los Ángeles

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