Cartas Pastorales

El Evangelio de Hoy Domingo 5 abril 2020

Mt 21,1-11; 26,14–27,66

Verán al Hijo del hombre sentado a la derecha del Poder

Según Mateo, siguiendo a Marcos, en su vida pública Jesús celebró una sola Pascua y esa fue la de su propia muerte en la cruz, como verdadero «Cordero de Dios que quita el pecado del mundo». Este Domingo de Ramos celebramos la entrada de Jesús en Jerusalén, aclamado por la multitud como el «Hijo de David» y como «el que viene en Nombre del Señor». En situación normal, la celebración de la Eucaristía es precedida por la lectura del Evangelio que recuerda ese momento y la procesión con ramos en las manos, desde un lugar cercano hasta el templo. Este rito es el que da el nombre a este día. En la emergencia sanitaria, por causa del Covd-19, este rito se suprime para evitar el peligro de contagio

Este domingo recibe también el nombre de «Domingo de Pasión», porque la lectura del Evangelio consiste en la lectura a varias voces de la Pasión del Señor. Este año se proclama la Pasión según San Mateo. El relato comienza con la traición de Judas, «uno de los Doce». Judas salió para consumar su traición la misma noche en que Jesús celebró la Pascua con sus discípulos e instituyó la Eucaristía: «En verdad les digo, que uno de ustedes me entregará».

En efecto, Judas vino con un grupo armado de espadas y palos, enviado por los Sumos Sacerdotes y los ancianos del pueblo, a detener a Jesús, cuando aún se encontraba con los demás discípulos «en una propiedad llamada Getsemaní», donde había ido esa noche con sus discípulos a orar. Jesús acababa de salir vencedor en la dura lucha –agonía– que allí tuvo para someter plenamente su voluntad humana a la voluntad de su Padre: «Padre mío, si esta copa no puede pasar sin que yo la beba, hágase tu voluntad». Después de esa lucha, va resueltamente a entregar su vida, como lo había anunciado recién a sus apóstoles: «Esta es mi sangre de la Alianza, que es derramada por muchos para perdón de los pecados».

¿Cuál fue, según el Evangelio de Mateo, el motivo de su condena? Para responder a esta pregunta debemos fijar nuestra atención en el juicio en que se dictó la sentencia de muerte. El juicio no sería según verdad: «Los sumos sacerdotes y el Sanedrín entero (el tribunal judío) andaban buscando un falso testimonio contra Jesús con ánimo de darle muerte». Pero, dado que la verdad es una, pero la mentira ilimitada, no encontraron un motivo para su condena, «a pesar de que se presentaron muchos falsos testigos». Ante todas esas acusaciones Jesús permanecía en silencio, de manera que el proyecto de condenarlo estaba fracasando. En su desesperación, ya dejado de lado todo testigo falso, el Sumo Sacerdote interpeló directamente a Jesús para obligarlo a salir de su silencio: «Yo te conjuro por Dios vivo que nos digas si tú eres el Cristo, el Hijo de Dios». Jesús no podía responder: «No», porque Él es la verdad. Pero, si hubiera mantenido silencio, el juicio habría fracasado, porque no habría habido motivo para su condena. Él salió de su silencio y declaró: «Sí, tú lo has dicho. Y yo les declaro que a partir de ahora verán al hijo del hombre sentado a la diestra del Poder y venir sobre las nubes del cielo». Era la respuesta esperada, que produjo esta reacción: «El Sumo Sacerdote rasgó sus vestidos y dijo: “¡Ha blasfemado! ¿Qué necesidad tenemos ya de testigos? Ustedes acaban de oír la blasfemia. ¿Qué les parece?”. Respondieron ellos diciendo: “Es reo de muerte”».

La pregunta: «¿Eres tú el Cristo, el Hijo de Dios?», revela la precisión con que los sumos sacerdotes y ancianos conocen la enseñanza de Jesús y su significado. En efecto, formulan la fe cristiana en su integridad, tal como la había expresado Pedro en Cesarea de Filipo: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo». Pero, según algunos intérpretes, este no habría sido el motivo verdadero de su condena a muerte. El motivo verdadero está en lo que Jesús agrega: «Verán al Hijo del hombre sentado a la derecha del Poder». Con estas palabras, Jesús está aplicando a sí mismo las palabras del Salmo 110: «Oráculo del Señor (YHWH) a mi Señor: “Sientate a mi derecha…”». Jesús declara que aquel que es llamado por David (el autor del Salmo): «Mi Señor» es Él mismo. Esto significa que Él es también a quien dice Dios solemnemente: «Lo ha jurado el Señor (YHWH) y no se retracta: “Tú eres sacerdote eterno, según el orden de Melquisedeq”» (Sal 110,4). Jesús estaría declarando, entonces, que Él es quien inaugura un nuevo sacerdocio, y éste eterno, dejando sin efecto el sacerdocio de aquellos sumos sacerdotes que estaban allí juzgandolo. La causa de su muerte habría sido entonces la amenaza a la posición de privilegio que había adoptado el sacerdocio en el tiempo de Cristo. No eran ellos hombres de Dios; eran los que ostentaban el poder. Con su declaración allí, Jesús les quita, por tanto, la legitimidad de juzgarlo a Él. Fue condenado, víctima de la injusticia.

¿Quién es Melquisedeq? Es un personaje misterioso, que es presentado como «Sacerdote del Dios Altísimo», que bendijo al mismo Abraham, el padre en la fe, y a quien Abraham pagó el diezmo, reconociendo así su superioridad (cf. Gen 14,18-20). Si es superior a Abraham, es también superior al descendiente de Abraham, Aarón, de cuyo sacerdocio participan aquellos sumos sacerdotes del Sanhedrín judío que juzgó a Jesús. ¿En qué se distingue el sacerdocio de Melquisedeq, ya que Jesús declara que Él es sacerdote de ese orden? El sacerdocio se define por el sacrificio y «Melquisedeq presentó pan y vino, pues era sacerdote del Dios Altísimo» (Gen 14,18). Es el mismo gesto que había hecho Jesús la noche anterior en la última cena: «Tomó pan… Tomó una copa con vino». El pan y el vino son presentados; pero el sacrificio es el de su Cuerpo y Sangre en los cuales se convierten el pan y el vino por el poder de su palabra: «Esto es mi Cuerpo… este es el cáliz de mi Sangre». El sacrificio que nos dio la salvación es el que ofreció en la cruz, que se hace presente en la Eucaristía con su poder de salvación. Nunca habríamos sabido que su muerte en la cruz era un verdadero sacrificio, si esa noche Jesús no lo hubiera anticipado en los signos del pan y el vino, que son su Cuerpo entregado y su Sangre derramada.

Estos son los misterios que celebramos en estos días, en medio de la pandemia del coronavirus. La obligación de cuidar la salud de los demás y la propia, impedirá a los fieles la participación sacramental en ellos. Pero esta privación hará que los apreciemos más, los entendamos y los celebremos con más amor y más fruto cuando cese la emergencia sanitaria. Pedimos a Dios que, así como salvó al mundo de todo mal por la pasión de su Hijo Jesucristo, nos salve ahora de este flagelo.

                                                                                        + Felipe Bacarreza Rodríguez                                                                                   Obispo de Santa María de los Ángeles

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