Cartas Pastorales

El Evangelio de Hoy Domingo 29 marzo 2020

Jn 11,1-45

Yo soy la resurrección y la Vida

Este Domingo V de Cuaresma nos encuentra en plena emergencia sanitaria por causa de la epidemia del coronavirus (Corvid-19), que aflige a nuestra patria y a toda la humanidad. La tradicional advertencia, que, unida a la ceniza, introduce este tiempo litúrgico, de pronto se ha hecho escuchar: «Acuerdate de que eres polvo y al polvo volverás». Es una advertencia que hizo Dios mismo al primer hombre, después de su pecado de querer ser dios: «El Señor Dios dijo a Adam: “… con el sudor de tu rostro comerás el pan, hasta tu vuelta a la tierra (adamah), porque de ella fuiste tomado, pues polvo eres tú y al polvo volverás”» (Gen 3,19). Es una verdad que nunca debíamos haber olvidado, pues su olvido engendra en el ser humano la prescindencia de Dios, la autosuficiencia, el orgullo, el individualismo, el egoísmo. En esta situación, la perspectiva de la muerte, que es el fin de todo eso, produce desorientación y pánico.

El Evangelio de este Domingo es providencial para este momento, pues en él resuena una sentencia de Jesús, que es la única respuesta dada el ser humano ante el enigma de la muerte: «Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá. Y todo el que vive y cree en mí no morirá para siempre». Dos veces repite Jesús la condición necesaria para que esa afirmación produzca su efecto de luz y paz en el corazón de quien la escucha: «El que cree en mí». Por eso, acto seguido, pregunta a Marta una pregunta dirigida también a cada uno de nosotros: «¿Crees esto?».

Dada la importancia de esa declaración de Jesús sobre su identidad –«Yo soy…»– y su atingencia en el momento actual, sentimos la urgencia de ver en qué contexto la pronunció. Esa misma urgencia siente el evangelista para decirlo, tanto que habla de los personajes involucrados como conocidos por el lector, cuando aún no los ha presentado: «Había un cierto enfermo, Lázaro, de Betania, pueblo de María y de su hermana Marta. María era la que ungió al Señor con perfumes y le secó los pies con sus cabellos; su hermano Lázaro era el enfermo». Lázaro es presentado por su referencia a Marta y María, que aún no han sido mencionadas en este Evangelio y la unción a Jesús por parte de María va a ser relatada en el capítulo siguiente (Jn 12,3). Jesús tiene una sincera relación de amistad con esos tres hermanos. En efecto, las hermanas le mandan este recado: «Señor, aquel a quien tú quieres, está enfermo». Usan el verbo griego «fileo» que corresponde a «filos, amigo». Confían en que esa noticia es suficiente para que Jesús corra junto al amigo. El evangelista explica: «Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro».

Al lector resulta difícil entender la reacción de Jesús: «Cuando se enteró de que Lázaro estaba enfermo, permaneció dos días más en el lugar donde se encontraba». Se podría entender por el temor a los judíos: «Jesús no podía andar por Judea, porque los judíos procuraban matarlo» (Jn 7,1). Cuando, finalmente, Jesús dice a sus discípulos: «Vayamos de nuevo a Judea», ellos hacen ver esa dificultad: «Rabbí, hace poco los judíos querían apedrearte, ¿y vas de nuevo allá?». En estas circunstancias la explicación de Jesús resulta incomprensible: «Nuestro amigo Lázaro duerme; pero voy a despertarlo». Si hubiera dicho que el amigo estaba muerto, su viaje habría parecido inútil, pues contra la muerte no habría nada que hacer. Pero, de todas maneras, lo dice abiertamente: «Lázaro ha muerto, y me alegro por ustedes de no haber estado allá, para que crean. Pero vayamos donde él». Jesús no puede alegrarse de la muerte del amigo, sino por un motivo muy profundo: «Para que ustedes crean».

Cuando llegan a Betania, Lázaro llevaba ya cuatro días en el sepulcro, el tiempo para que hubiera comenzado su descomposición. Marta sale a su encuentro y lo recibe con estas palabras, que encierran un reproche por su demora: «Señor, si hubieras estado aquí, no habría muerto mi hermano». Y agrega la expresión de su confianza en el poder de intercesión de Jesús, probablemente recordando que algún profeta había devuelto la vida a un muerto, como es el caso de Eliseo (2 Rey 4,32-36): «Pero aún ahora yo sé que cuanto pidas a Dios, Dios te lo concederá». Jesús le asegura: «Tu hermano resucitará». Marta lo toma como expresión de la doctrina de los fariseos y la completa diciendo: «Ya sé que resucitará en la resurrección, el último día». Jesús no se refiere a esa resurrección ni a su poder de intercesión, sino a su propio poder y le dice: «Yo soy la resurrección y la vida». No dice, como sería de esperar: «Yo puedo resucitar a un muerto y devolverle la vida». ¡Él se identifica con la Vida! Donde está Jesús está la Vida, la Vida eterna, toda vida.

Eso es lo que tenemos que creer para que tampoco en nosotros tenga la muerte poder terrificante. A esto se refiere el autor de la carta a los Hebreos cuando dice: «Participó de la sangre y de la carne para aniquilar… al señor de la muerte, es decir, al Diablo, y liberar a cuantos, por temor a la muerte, estaban de por vida sometidos a esclavitud» (cf. Heb 2,14-15). El temor de la muerte es indicio de que aún estamos esclavizados y que no está con nosotros Jesús, que es la Vida inmortal.

Jesús dio la orden impactante a la entrada de la tumba del amigo, que llevaba cuatro días sepultado: «¡Lázaro, sal fuera!». Lázaro salió, atado de pies y manos con vendas y envuelto el rostro en un sudario. Jesús les dice: «Desatenlo y dejadle andar». Es un signo de las ataduras de la muerte que no pueden retener a quien cree en Jesús.

El hecho es catalogado como un signo. Es el último de los signos de Jesús, antes del más grande de todos, que se su propia resurrección. Es un signo, porque a la vista de algo verificable por los sentidos –la resurrección de Lázaro–, la fe debe ir más allá: debe confesar que Jesús es el Cristo, el Hijo del Dios vivo y Él mismo la resurrección y la vida, para que «creyendo en Él, tengamos vida eterna en su Nombre» (Jn 20,31). No basta lo que verifican los sentidos. De hecho, las autoridades judías –Sumos Sacerdotes y fariseos–, informados del hecho lo reconocen y, sin embargo, no creen: «¿Qué hacemos? Porque este hombre realiza muchos signos; si lo dejamos que siga así, todos creerán en Él».

Al leer este signo, nosotros debemos verificar que nosotros seamos de los que creen en Él. Creemos que solo Él puede salvar a la humanidad del temor a la muerte y darle la Vida eterna.

                                                                                        + Felipe Bacarreza Rodríguez                                                                                    Obispo de Santa María de los Ángeles

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