Cartas Pastorales

El Evangelio de hoy Domingo, 17 noviembre 2019

Lc 21,5-19

Mañana moriremos

Durante el año litúrgico, hemos contemplado el misterio de Cristo en sus diversos aspectos. El Domingo XXXIII del tiempo ordinario, que es el penúltimo del año, pone ante nuestros ojos el fin: el fin del mundo y también el fin de la vida terrena de cada uno de los seres humanos. Por disposición del Papa Francisco, desde el año 2017, se destina este domingo a la Jornada Mundial de los Pobres. En su Carta Apostólica «Misericordia et misera» (La misericordia y la mísera), el Papa Francisco explica esta Jornada así: «Será la preparación más adecuada para vivir la Solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo, el cual se ha identificado con los pequeños y los pobres, y nos juzgará a partir de las obras de misericordia (cf. Mt 25,31-46)» (Roma, 20 noviembre de 2016).

La revelación sobre el fin del mundo por parte de Jesús fue motivada por la observación admirada de algunos sobre la belleza del templo: «Como dijeran algunos, acerca del Templo, que estaba adornado de bellas piedras y ofrendas votivas, Jesús dijo: “Llegarán días en que de esto que ustedes ven no quedará piedra sobre piedra”». Esa afirmación debió impactar fuertemente a todos los presentes. En efecto, ellos pensaban que la tierra era el centro de la creación y no sospechaban que había millones de cuerpos celestes entre los cuales la tierra no es más que un punto infinitesimal en el espacio. Por otro lado, existía la convicción que el templo estaba construido sobre el centro del mundo y, por tanto, la destrucción del templo equivalía al fin del mundo. La reacción natural es la que sigue: «Maestro, ¿cuándo sucederá eso? Y ¿cuál será la señal de que todas estas cosas están para ocurrir?».

Jesús responde dejando claras dos cosas: que el mundo se dirige hacia un fin y que ese fin ocurrirá cuando Él venga de nuevo. Pero a la pregunta sobre el «cuándo», responde separando la destrucción del templo del fin del mundo y dilatando este evento final: «Vendrán muchos usurpando mi nombre y diciendo: “Yo soy” y “el tiempo está cerca”. No los sigan». Y agrega: «El fin no es inmediato». La destrucción del templo ocurrió en el año 70 d.C. y la historia ha seguido adelante hasta el año 2019. Pero en todos estos años ha tenido fin la vida terrena de miles de millones de seres humanos. Si la población actual del mundo, según estimaciones de las Naciones Unidas, es de 7500 millones y en cien años más no quedará ninguno, deben morir cada día 205.000 de los actuales habitantes. ¡El fin de cada uno está cerca! San Pablo la ubica «mañana», cuando se pone en la perspectiva de los que no creen en la resurrección de la carne: «Si los muertos no resucitan, comamos y bebamos, que mañana moriremos» (1Cor 15,32). Quiere decir: si tenemos sólo esta vida, disfrutemos al máximo cada minuto de ella, que después –ya mañana– moriremos y después no hay nada. Esa es la impresión que dan los que en este mundo disfrutan de sus riquezas de manera egoísta. No creen en la resurrección y la vida eterna; creen sólo en esta vida.

La riqueza y la pobreza son una condición que afecta a los seres humanos y los diferencia solamente en el breve espacio de la vida terrena. La muerte afecta a todos por igual. La necedad a los ojos de Dios consiste en querer pasarlo bien en esta tierra, sin tener en cuenta la verdadera vida, que es la que comienza después de la muerte. Jesús enseña, por medio de una parábola, que a quien proyecta disfrutar de sus riquezas por muchos años Dios puede decir: «Necio, esta noche te reclamarán el alma; las cosas que acumulaste, ¿para quién serán?» (Lc 12,20).

Considerando el fin de la vida terrena, que es inevitable, los pobres constituyen una poderosa fuerza evangelizadora. En su Mensaje para esta Jornada Mundial de los Pobres, el Papa Francisco escribe: «A los ojos del mundo, no parece razonable pensar que la pobreza y la indigencia puedan tener una fuerza salvífica… Con los ojos humanos no se logra ver esta fuerza salvífica; con los ojos de la fe, en cambio, se la puede ver en acción y experimentar en primera persona» (Mensaje, 13 de junio de 2019). En efecto, en la perspectiva de la vida eterna, que es la perspectiva de la fe, Jesús declara: «Dichosos ustedes los pobres, porque de ustedes es el Reino de Dios» (Lc 6,20). A los ojos de la fe nadie es más feliz ni más rico que los pobres de este mundo, pues a ellos pertenece el Reino de Dios, que es el sumo Bien y la suma felicidad. Por medio de una parábola Jesús enseña que en la vida eterna los pobres serán felices: «Murió el pobre y fue llevado por los ángeles al seno de Abraham…». Y el mismo Abraham explica: «Lázaro, que recibió en su vida sus males, ahora es aquí consolado» (Lc 16,22.25). Por último, nadie puede pretender el honor que Jesús concede a los pobres: «Todo lo que ustedes hicieron en favor de uno de estos hermanos míos más pequeños, conmigo lo hicieron» (Mt 25,40). Jesús, el Hijo de Dios hecho hombre, se identifica con los pobres y los eleva a la condición de «sus hermanos». Por eso, ellos deben ser para nosotros una fuerza de salvación que nos recuerden continuamente que el fin de nuestra vida en la tierra es próximo –«mañana moriremos»–, que la verdadera vida empieza después y que las riquezas, si Dios permite que las tengamos en esta vida, es para que las usemos en beneficio de Jesús, es decir, de esos hermanos suyos más pequeños con los cuales se identifica: los que tienen hambre y sed, los desnudos, los inmigrantes, los enfermos, los encarcelados, etc. A quienes usan sus riquezas de ese modo Jesús les dirá: «Vengan, benditos de mi Padre, reciban en herencia el Reino preparado para ustedes desde la creación del mundo» (Mt 25,34). A ellos asegura que por muy grande que sea la tribulación del fin, «ni un cabello de la cabeza de ustedes perecerá».

+ Felipe Bacarreza Rodríguez

Obispo de Santa María de los Ángeles

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