Cartas Pastorales

El Evangelio de Hoy Domingo 8 septiembre 2019

Lc 14,25-33

Tengo todas las cosas por basura para ganar a Cristo

Durante su ministerio público, Jesús se dedicó en gran medida a formar discípulos, lo que le valió el título más frecuente de «Maestro». El grupo de sus discípulos se distinguía de los demás, como se deduce de varios episodios que nos transmiten los Evangelios. En cierta ocasión, los discípulos de Juan le preguntan: «¿Por qué nosotros y los fariseos ayunamos y tus discípulos no ayunan?» (Mt 9,14). En otra ocasión, al ver los fariseos que los discípulos de Jesús, atravesando los sembrados, arrancaban espigas para comerlas, le preguntan: «Mira, tus discípulos hacen lo que no es lícito hacer en sábado» (Mt 12,2). Y también: «¿Por qué tus discípulos traspasan la tradición de los antepasados?, pues no se lavan las manos a la hora de comer» (Mt 15,2). El mismo Jesús establece con sus discípulos un vínculo nuevo de parentesco: «Extendiendo su mano hacia sus discípulos, dijo: “Estos son mi madre y mis hermanos”» (Mt 12,49). Los textos se podrían multiplicar.

Sabemos que, después de su resurrección, antes de ascender al cielo, Jesús dio a esos discípulos que había formado la misión de ampliar el círculo de sus discípulos a toda la humanidad, sin distinción alguna de sexo, «raza, lengua, pueblo o nación»: «Los once discípulos marcharon a Galilea, al monte que Jesús les había indicado… Jesús se acercó a ellos y les habló así: “Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Vayan, pues, y hagan discípulos a todas las gentes…”» (Mt 28,16.18-19).

Y, sin embargo, en el Evangelio de este Domingo XXIII del tiempo ordinario, Jesús repite tres veces, a modo de estribillo, la sentencia: «No puede ser discípulo mío». Y las exigencias que indica Jesús para merecer la condición de discípulo suyo son absolutas. Se resumen en el amor a Él por encima de todo, sin excepción. Ya tenía Jesús muchos que iban con Él: «Caminaban con Él grandes multitudes». Lucas exagera –«muchas multitudes» (textual)– lo que parece ser un gran éxito de la predicación de Jesús. Pero evita el evangelista cuidadosamente decir que «lo seguían», porque este concepto se reserva, precisamente, a sus verdaderos discípulos. Jesús no se deja convencer por entusiasmos pasajeros y empieza a exponer las condiciones que debe cumplir el discípulo. La primera se refiere a las personas más queridas que cada uno tiene, que son los miembros de su propia familia: «Volviéndose les dijo: “Si alguno viene donde mí y no odia a su padre, a su madre, a su mujer, a sus hijos, a sus hermanos, a sus hermanas…, no puede ser discípulo mío”». Nos golpea el verbo «odiar» que Jesús usa, porque parece estar incitando al odio, cosa imposible en Él. En realidad, el verbo griego «miseo» tiene un vasto rango de intensidad, cuando se usa en forma comparativa. En comparación con el amor a Jesús, el amor a los seres queridos debe ceder y no puede ser obstáculo. Lo dice, a su manera, San Pablo, describiendo su experiencia de discípulo: «Lo que era para mí ganancia (del linaje de Israel, de la tribu de Benjamín, hebreo hijo de hebreo), lo he juzgado una pérdida a causa de Cristo. Y más aún, juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por quien perdí todas las cosas, y las tengo por basura para ganar a Cristo» (Fil 3,7-8). No es que San Pablo odie a su familia y a los de su raza –en sus cartas demuestra de sobra que no–, pero en comparación con el conocimiento de Cristo, le parece «pérdida» y «basura». Esto quiere decir «odiar».

Dentro de ese mismo concepto de «odiar», Jesús incluye la propia vida: «Si alguno viene a mí y no odia… su propia vida, no puede ser discípulo mío». También en relación con la propia vida el concepto de «odio» adquiere su sentido en relación con Jesús. No puede ser discípulo de Cristo quien se preocupa meticulosamente de la dieta que ingiere, del descanso que concede a su cuerpo, del estudiado ejercicio físico, etc. El culto por el físico es contradictorio con la condición de discípulo de Cristo. A esto se refiere Jesús con «odiar la propia vida» como condición para ser discípulo suyo.

Pero Él incluye como condición incluso la entrega de la propia vida en el martirio. Es la segunda condición que indica: «El que no carga con su propia cruz y viene tras de mí, no puede ser discípulo mío». ¿Qué significa «cargar su propia cruz»? Lucas escribe su Evangelio, cuando ya todos los cristianos conocían el desenlace de la vida de Jesús, que comienza a cumplirse cuando leemos que Él, «cargando con su cruz, salió hacia el lugar llamado Calvario, que en hebreo se llama Gólgota, y allí lo crucificaron» (Jn 19,17-18). Esto entiende Jesús cuando exige de su discípulo que tome su cruz y lo siga. Es la condición que quería cumplir Pedro cuando asegura: «Señor, estoy dispuesto a ir contigo hasta la cárcel y la muerte» (Lc 22,33). Pedro no fue capaz de cumplirlo en una primera instancia, como se lo predijo Jesús. Pero después, expresó vivo dolor de haber negado a Jesús y terminó muriendo por Él, crucificado, como Él, aunque cabeza abajo por no considerarse digno de imitar a su Señor.

Por último, la tercera condición la aclara Jesús por medio de dos pequeñas parábolas. No debe comenzar a construir una torre quien no tiene los medios para terminarla, porque, si queda a medio camino, todos se burlarán de él. Tampoco debe salir un rey a la guerra contra otro, si no calcula bien sus fuerzas y ve si tiene los medios para vencer. Agrega Jesús: «De igual manera, todo el que de ustedes no renuncie a todas sus posesiones, no puede ser discípulo mío». No es buena la traducción que dice: «todos sus bienes», porque algo que es obstáculo para ser discípulo de Cristo ya no es un «bien», sino un mal. Es lo que ocurrió con el hombre rico para quien sus posesiones fueron obstáculo para seguir a Jesús. Ese hombre fue llamado de manera más explícita que los Doce y nunca sabremos a qué gran misión estaba destinado. Pero no renunció a sus posesiones. Expresó el deseo de la vida eterna y su decisión de cumplir lo que Jesús le pidiera, pero no fue capaz de hacerlo. Quedó a medio camino y toda la historia hasta hoy considera su triste caso y comenta: «Comenzó a construir y no pudo concluir».

Cada uno de nosotros puede examinarse hasta qué punto, a los ojos de Jesús, merece el título de «discípulo suyo», considerando atentamente las condiciones que Él expone. Lo que es grave es llamarse «cristiano» o «discípulo de Cristo» y luego, por amor a la fama, la popularidad o en dinero, negar a Jesús –«odiar» a Jesús–, emitiendo opiniones contrarias a su enseñanza.

Sólo una mujer está excluida de la necesidad de «odiar» a su hijo en relación a Jesús, porque ella es la Madre de Jesús. La Virgen María ama a su Hijo divino sobre todas las cosas y más que su propia vida. Hoy, 8 de septiembre, es la fiesta de su nacimiento, nueve meses después de su Inmaculada Concepción. Pero, precisamente, cede en importancia al Día del Señor, porque ella llama a sí misma «la esclava del Señor».

+ Felipe Bacarreza Rodríguez

Obispo de Santa María de los Ángeles

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