Cartas Pastorales

El Evangelio de Hoy Domingo 4 agosto 2019

Lc 12,13-21

Una herencia reservada para ustedes en el cielo

San Pablo resume el misterio cristiano afirmando: «Al cumplirse la plenitud del tiempo, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, … para que recibieramos la filiación adoptiva. La prueba de que ustedes son hijos es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: “¡Abbá, Padre!”. De modo que ya no eres esclavo, sino hijo; y si hijo, también heredero por voluntad de Dios» (Gal 4,4.5.7). El ser hijos de Dios nos concede ser herederos de los bienes de Dios nuestro Padre, que son bienes eternos, de valor infinitamente superior a todo lo de esta tierra. Por este motivo, alaba San Pedro a Dios en su primera carta: «Bendito sea Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo quien, por su gran misericordia, mediante la Resurrección de Jesucristo de entre los muertos, nos ha hecho nacer a una esperanza viva, a una herencia incorruptible, inmaculada e inmarcesible, reservada en el cielo para ustedes» (1Pe 1,3-4). Al cristiano, siendo hijo de Dios, le corresponde heredar los bienes de su Padre, que es Dueño de todo el universo. En comparación con esa herencia, todos los bienes de esta tierra son menos que un grano de polvo. En esta perspectiva debemos entender el Evangelio de este Domingo XVIII del tiempo ordinario, en que se trata de una herencia, pero de una herencia de esta tierra.

El evangelista presenta la escena dando la idea de una gran multitud, que escuchaba a Jesús: «Se reunieron miles y miles de personas, hasta pisarse unos a otros» (Lc 12,1). Jesús exponía su enseñanza con esas palabras de vida eterna que sólo Él tiene (cf. Jn 6,68). Estaba en un punto dramático de su discurso, precisamente anunciando a sus discípulos que serían llevados a las sinagogas y ante los magistrados y autoridades; pero los tranquilizaba: «No se preocupen de cómo o con qué se defenderán, o qué dirán, porque el Espíritu Santo les enseñará en aquel mismo momento lo que conviene decir» (Lc 12,11-12). Todos esperaban que Jesús siguiera profundizando sobre esa acción del Espíritu Santo, cuando alguien lo interrumpe para presentar un caso suyo personal: «Uno de la gente le dijo: “Maestro, di a mi hermano que reparta la herencia conmigo”». ¡Qué paciencia la de Jesús! Él está hablando en la perspectiva de la herencia eterna, cuando uno bruscamente lo quiere traer a mediar en un conflicto por una herencia terrena. Jesús vino a darnos una herencia de valor infinito; y uno del público quiere que Él se involucre en una herencia, que, a los ojos de Jesús, tiene valor cero.

Jesús rehúsa el rol de mediador de los bienes efímeros de este mundo. Él ha exhortado a sus discípulos a que no se apeguen a esos bienes: «Al que te quite el manto, no le niegues la túnica» (Lc 6,29). Por eso, ahora responde: «¡Hombre! ¿quién me ha constituido juez o repartidor entre ustedes?». Pero no pierde la oportunidad para continuar con su enseñanza. Aprovechando que la atención de todos está pendiente de ese conflicto entre hermanos por causa de la codicia, agrega: «Miren y guardense de toda codicia, porque, aun en la abundancia, la vida de uno no está asegurada por sus posesiones». ¿A cuál vida se refiere? Es evidente que no se refiere a la vida eterna, porque la vida eterna no tiene ninguna proporción con las riquezas de este mundo. La vida eterna es un don gratuito de Dios de valor infinito, como hemos dicho. Jesús se refiere a la vida transitoria de esta tierra. Por medio de una parábola, demuestra que la duración de esta vida no tiene relación con las muchas posesiones. Esta vida está en las manos de Dios y Él decide el momento de su término.

«Los campos de cierto hombre rico dieron mucho fruto». El hombre tomó una decisión prudente, según los criterios de este mundo: «Voy a demoler mis graneros voy a edificar otros más grandes y reuniré allí todo mi trigo y mis bienes». Pero aquí comienza su necedad. Pensaba que esa abundancia de bienes le garantizaba una vida larga y regalada, sin sobresalto alguno; y deliberaba consigo mismo: «Alma, tienes muchos bienes en reserva para muchos años. Descansa, come, bebe, banquetea». Ese programa está centrado exclusivamente en su propio placer. No asoma por ningún lado algún interés por los demás. Pero quedará frustrado, por un error grave de cálculo. ¡No tuvo en cuenta a Dios! Dios le dijo: «¡Necio! Esta misma noche te reclamarán el alma; las cosas que preparaste, ¿para quién serán?». Ciertamente, todos los presentes habrán exclamado: «¡Quedarán para otros!». Tenía preparados bienes para disfrutar de ellos muchos años y no le duraron ni un día. Fue despojado de ellos junto con su vida. ¿No habría sido mejor que, en lugar de ser despojado, él mismo hubiera dado esos bienes a los pobres? Entonces, se habría realizado lo que dice Jesús a otro hombre rico: «Todo cuanto tienes vendelo y repartelo entre los pobres, y tendrás un tesoro en el cielo» (Lc 18,22).

Jesús se reveló como el verdadero maestro que Él es, tomando ocasión de una circunstancia concreta –una interrupción, que captó la atención del auditorio–, para dar una enseñanza de vida eterna: «Así es –como el hombre de esa parábola– el que atesora para sí, y no se enriquece en orden a Dios». Se enriquece para Dios quien con las riquezas de este mundo hace el bien a los demás. La riqueza suprema en orden a Dios es el amor, porque el amor se identifica con Dios mismo: «El que ama ha nacido de Dios y conoce a Dios. El que no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es Amor» (1Jn 4,7.8). Si con las riquezas de este mundo hacemos el bien a los demás de manera desinteresada y alegre, habremos hecho la transacción más inteligente –el don de inteligencia del Espíritu Santo–, pues, a cambio de efímeros bienes de este mundo, habremos obtenido el Bien infinito del Amor. A quien hace esto Dios le dirá: «Bien, siervo bueno y fiel… Entra en el gozo de tu Señor» (Mt 25,21.23). Este siervo entrará en posesión de su herencia eterna.

+ Felipe Bacarreza Rodríguez

Obispo de Santa María de los Ángeles

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