Cartas Pastorales

El Evangelio de Hoy Domingo 7 abril 2019

Jn 8,1-11

No condenen y no serán condenados

El Evangelio de este Domingo V de Cuaresma nos presenta el conocido episodio de la defensa de Jesús a la mujer sorprendida en flagrante pecado de adulterio y acusada ante Él por los escribas y fariseos. La enseñanza que se deduce del trato de Jesús con esa mujer y de todo este pasaje evangélico es muy oportuno para iluminar los movimientos feministas que han surgido en nuestro tiempo con el fin de reivindicar la igualdad de hombres y mujeres en su dignidad y valor.

Antes de entrar en el texto evangélico, debemos decir que el machismo y todos los abusos contra la mujer, que se han dado en la historia y que aún perduran, no es algo que pertenezca a la naturaleza humana. Dios creó al ser humano hombre y mujer, iguales en dignidad, ambos imagen de Dios: «Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios lo creó, hombre y mujer los creó» (Gen 1,27). No hay diferencia alguna, excepto en lo que hace que uno sea hombre y la otra mujer. La misma verdad se obtiene del segundo relato bíblico de la creación del ser humano, cuando Dios decide crear la mujer: «No es bueno que el hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada» (Gen 2,18). Esta última palabra es difícil de traducir, pero dice literalmente: «como frente a él», se entiende al mismo nivel, de igual valor y dignidad.

¿De dónde procede, entonces, el machismo, que, como dijimos, está en la realización concreta, histórica, de la naturaleza humana? El machismo tiene el mismo origen que tienen todos los males que afligen al ser humano, comenzando por el más grande de ellos, la muerte. El machismo tiene su origen en el pecado, el pecado del hombre y de la mujer. Se ubica en el origen, como consecuencia del primer pecado, que, por eso, se llama «pecado original». En efecto, Dios dijo a la mujer: «Hacia tu marido irá tu apetencia, y él te dominará» (Gen 3,16). No es un castigo de Dios; ¡es una consecuencia del pecado! Los movimientos feministas van en el sentido correcto; pero no atacan a la raíz del mal. El único que puede erradicar ese mal es Jesucristo, que, desde el primer momento de su concepción en el seno virginal de María, su madre, fue presentado a José en estos términos: «Le pondrás por nombre Jesús (el Señor salva), porque Él salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,21). Análogamente, la medicina va en el sentido correcto favoreciendo la vida; pero no nos puede dar la vida eterna, que es el verdadero remedio a la muerte. Ese remedio lo da solamente Jesús: «El que cree en mí, aunque muera, vivirá» (Jn 11,25). Él nos dio un alimento de vida eterna: «El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré en el último día» (Jn 6,54).

El Evangelio de hoy se abre presentandonos a Jesús en su actividad habitual de enseñar: «De madrugada se presentó Jesús otra vez en el Templo, y todo el pueblo acudía a él. Entonces se sentó y se puso a enseñarles». Esa multitud –el evangelista quiere que sea todo el pueblo– va a recibir ese día una enseñanza inolvidable, no con palabras, sino con la conducta de Jesús. Ocurre, en efecto, un hecho estridente: «Los escribas y fariseos le llevan una mujer sorprendida en adulterio, la ponen en medio y le dicen: “Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en flagrante adulterio. Moisés nos mandó en la Ley apedrear a estas mujeres. ¿Tú qué dices?”». Es un hecho premeditado, que no tiene por finalidad la conversión de esa mujer, ni mucho menos la observancia de la Ley; la finalidad la indica el evangelista: «Esto lo decían tentandolo, para tener de qué acusarlo». Con esa finalidad, están manipulando una mujer, humillandola ante el pueblo allí presente y faltando gravemente a su dignidad. Obviamente, Jesús iba a tener misericordia y, de esta manera, lo acusarían de relajar la Ley de Moisés. Debemos observar que la Ley de Moisés se refiere, en primer lugar, al varón: «Si un hombre comete adulterio con la mujer de su prójimo, morirán los dos, el adúltero y la adúltera» (Lev 20,10). ¿Dónde está el varón? ¿Por qué no lo trajeron también a él ante Jesús? Ellos son machistas.

Ante este hecho tan estridente, Jesús no se altera y permanece en todo momento dueño de la situación: «Jesús, inclinandose, se puso a escribir con el dedo en la tierra». Ante la insistencia en que se pronuncie, Él lo hace: Sí, la ley tiene que cumplirse; pero, con una condición: «El que no tenga pecado de entre ustedes sea el primero en arrojar una piedra sobre ella» (Notemos que este texto suele traducirse mal: «arroje la primera piedra»). No sabemos cuántos eran; pero habría bastado que entre ellos se encontrara sólo ese «primero», es decir, sólo uno sin pecado, para que la mujer fuera apedreada. La condición puesta por Jesús rige sólo para el primero. Los demás podían seguir. Pero, «al oír estas palabras, se iban retirando uno tras otro, comenzando por los más viejos». Cuando uno por uno se va yendo, Jesús no los mira, para no avergonzarlos, pues se ha inclinado nuevamente y sigue escribiendo en la tierra.

¿Dónde está el fariseo que dice: «Te doy gracias, Señor, porque no soy como los demás hombres, rapaces, injustos, adúlteros…» (Lc 18,11), o como el fariseo Saulo (San Pablo): «En cuanto al cumplimiento de la ley, intachable» (Fil 3,6)? Habiendo faltado esos fariseos a la Ley con su abuso contra esa mujer, ¿de dónde les vino ahora esa honestidad para reconocerse pecadores y retirarse? Es que ante Jesús comprenden que su conciencia está al descubierto, estaban ante Él como vamos a estar todos ante el Rey en el juicio final.

Jesús quedó, entonces, solo con la mujer: «Incorporandose Jesús le dijo: “Mujer, ¿dónde están? ¿Nadie te ha condenado?”. Ella respondió: “Nadie, Señor”. Jesús le dijo: “Tampoco yo te condeno. Vete, y en adelante no peques más”». Jesús nos ha dado ejemplo de cómo se cumple lo que Él mismo nos ha mandado: «No condenen y no serán condenados» (Mt 7,1). Él ama a esa mujer y quiere su salvación, como el pastor a su oveja querida que se le ha perdido. Él encontró a su oveja y está feliz. Por su parte, ella queda plenamente rehabilitada en su dignidad, amada por Jesús y con la firme decisión de no volver a pecar más. ¡Esta es una conversión verdadera! Ha sido obrada por la misericordia de Dios, revelada en la actuación de Jesús. Este es el remedio verdadero contra el machismo y contra todo abuso o manipulación de la mujer. Ese remedio lo provee Jesús.

+ Felipe Bacarreza Rodríguez

Obispo de Santa María de los Ángeles

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