Cartas Pastorales

El Evangelio de Hoy Domingo 17 febrero 2019

Lc 6,12-13.17.20-26

Yo soy el camino… Nadie va al Padre, sino por mí

El Evangelio de este Domingo VI del tiempo ordinario no se ha proclamado en nuestros templos en el Día del Señor desde el año 2010. En los años 2013 y 2016, cuando debía celebrarse el Domingo VI del tiempo ordinario, había comenzado ya el tiempo de Cuaresma y se celebraba el Domingo I de Cuaresma. Debemos poner, por tanto, especial atención a lo que Dios nos quiere comunicar este domingo.

El Evangelio tiene dos partes. En la primera, se nos relata la constitución por parte de Jesús del grupo de los Doce. Y en la segunda, leemos la introducción del así llamado «Sermón de la llanura», que por ser la primera vez en que Lucas nos entrega el contenido de su Palabra, adquiere valor de programa de toda su enseñanza.

El domingo pasado nos relata Lucas la vocación de Simón Pedro, después de la pesca milagrosa, por medio de las palabras: «No temas, desde ahora serás pescador de hombres» (Lc 5,10). El evangelista agrega también, a la pasada, la vocación de Santiago y Juan, los hijos de Zebedeo, presentados como «compañeros de Simón» (Lc 5,7.10) en el oficio de pescadores: «Llevaron a tierra las barcas y, dejandolo todo, lo siguieron» (Lc 5,12). Sucesivamente, Jesús aparece rodeado de una multitud de discípulos, cuyo número es imposible determinar: «Su fama se extendía cada vez más y una numerosa multitud afluía para oírlo y ser curados de sus enfermedades» (Lc 5,15). La gente ya identifica a sus discípulos, hasta el punto de distinguirlos por su conducta: «Los discípulos de Juan ayunan frecuentemente y recitan oraciones, igual que los discípulos de los fariseos, pero los tuyos comen y beben» (Lc 5,33). Llegó el momento en que Jesús decidió formar un grupo más cercano a Él y, de entre sus discípulos, eligió a doce.

«Sucedió que por aquellos días se fue Jesús al monte a orar, y se pasó la noche en la oración de Dios. Cuando se hizo de día, llamó a sus discípulos, y eligió doce de entre ellos, a los que llamó también “apóstoles”». Es ejemplar el modo cómo hace Jesús ese importante discernimiento. En primer lugar, se deja iluminar por su propia identidad y misión: Él ha sido enviado para llevar a plenitud el plan de salvación de Dios. Se deja iluminar también por la Palabra de Dios, que nos presenta a Dios realizando su plan de salvación por medio de un pueblo fundado sobre los doce patriarcas, hijos de Jacob, que originan las doce tribus de Israel; esto explica el número doce. Se deja iluminar por la realidad: esos doce han estado en contacto con Él desde el bautismo de Juan (cf. Hech 1,21-26). Finalmente, hace mucha oración, que es condición indispensable para un correcto discernimiento: «Se pasó la noche en la oración de Dios». Nunca una decisión ha sido mejor discernida. Si todos siguieramos el mismo procedimiento para tomar nuestras decisiones, no habría en el mundo tantas guerras ni tantos hechos de violencia y de muerte

«Bajando con ellos se detuvo en un lugar llano; había una gran multitud de discípulos suyos y gran muchedumbre del pueblo… Y Él, alzando los ojos hacia sus discípulos, decía…». Ya hemos visto a Jesús enseñando a la multitud, a orillas del Lago de Genesaret, sentado en la barca de Simón; pero no se nos informaba sobre el contenido de su enseñanza. Lo que Él va a decir ahora son palabras programáticas: su importancia se deduce no sólo del hecho de ser el primer discurso, sino también de ser el fruto de toda esa noche pasada en oración.

«Bienaventurados ustedes, los pobres, porque de ustedes es el Reino de Dios». Los pobres no tienen posesiones en esta tierra; pero poseen el Reino de Dios, que es presentado como el Bien absoluto y eterno. A esta declaración de felicidad de los pobres corresponde, en paralelismo antitético, una maldición de los ricos: «Ay de ustedes, los ricos, porque tienen ya su consuelo». Siguen otras dos bienaventuranzas en las que Jesús declara felices a los que tienen hambre «ahora» y a los que lloran «ahora», porque serán saciados y reirán, se entiende, eternamente en el cielo. A éstas siguen las correspondientes maldiciones: «¡Ay de ustedes, los que ahora están saciado, porque tendrán hambre! ¡Ay de los que ahora ríen, porque tendrán aflicción y llanto!». Jesús expone así un criterio de discernimiento de todas nuestras acciones en esta tierra, que consiste en considerar nuestro destino eterno: deben elegirse aquellas acciones que nos conduzcan a la felicidad eterna y deben evitarse aquellas que nos excluyan de ella. Es un criterio errado para decidir nuestras acciones la búsqueda del gozo en este mundo, porque en la vida eterna y definitiva, esa situación se invertirá. Sobre esto mismo nos advierte el apóstol Juan, usando el mismo criterio aprendido de Jesús: «Hijos míos, no amen el mundo ni lo que hay en el mundo. Si alguien ama el mundo, el amor del Padre no está en él. Puesto que todo lo que hay en el mundo –la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la jactancia de las riquezas– no viene del Padre, sino del mundo. El mundo y sus concupiscencias pasan; pero quien cumple la voluntad de Dios permanece para siempre» (1Jn 2,15-17).

Hemos dejado para el final la cuarta bienaventuranza con su correspondiente maldición: «Bienaventurados serán ustedes cuando los hombres los odien… por causa del Hijo del hombre. Alegrense ese día y salten de gozo, porque la recompensa de ustedes será grande en el cielo. Pues de ese modo trataban los padres de ustedes a los profetas». Jesús promete la felicidad eterna como recompensa para quienes son perseguidos por su causa en este mundo. La maldición correspondiente debe ser una advertencia para quienes buscan la popularidad y el aplauso de los hombres en este mundo, obtenida silenciando o torciendo la enseñanza de Cristo: «¡Ay de ustedes, cuando todos los hombres hablen bien de ustedes!, pues de ese modo trataban los padres de ustedes a los falsos profetas».

Las bienaventuranzas son una formulación del modo de vida que condujo el Hijo de Dios en este mundo. Todas ellas –también las que leemos en el Evangelio de Mateo (Mt 5,1-12)– se resumen en esta sentencia de Jesús: «Yo soy el camino… Nadie va al Padre, sino por mí» (Jn 14,6). Él es el supremo criterio de todo recto discernimiento.

+ Felipe Bacarreza Rodríguez

Obispo de Santa María de los Ángeles

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