Cartas Pastorales

El Evangelio de Hoy Domingo 10 junio 2018

Mc 3,20-35

Todo será perdonado a los hijos de los hombres

Después de los tiempos litúrgicos de Cuaresma y Pascua, retomamos este domingo el tiempo litúrgico ordinario y la lectura del Evangelio de San Marcos. Lo retomamos en el Domingo X. En realidad, el tiempo de Pascua termina con la Solemnidad de Pentecostés. Pero el domingo siguiente se celebra la Solemnidad de la Santísima Trinidad y el sucesivo se celebra la Solemnidad del Cuerpo y la Sangre de Cristo, trasladada al domingo desde su día propio, que es el jueves después de la Trinidad, porque en ese día se suprimió feriado legal. Esto determina que se atrase la reanudación del tiempo ordinario a los Domingos XI o XII. La última vez que se celebró el Domingo X del tiempo ordinario fue en el año 1997, hace 21 años. Por tanto, un joven que tiene 27 años y empezó a participar de la Eucaristía dominical todos los domingos desde los siete años nunca ha escuchado la lectura del Evangelio de este domingo ni su correspondiente predicación.

El Evangelio comienza precisando el lugar: «Jesús viene a casa». Espontáneamente, se habría pensado en Nazaret, donde él fue criado y de la cual recibe su nombre: Jesús de Nazaret. Pero, se trata de Cafarnaúm y de la casa de Simón Pedro que fue el centro de operaciones de su ministerio en Galilea. Cuando va por primera vez a Nazaret, su pueblo, después de haber iniciado su ministerio público, produce en sus compaisanos el desconcierto: «La multitud, al oírlo, quedaba maravillada, y decía: “¿De dónde le viene esto? y ¿qué sabiduría es esta que le ha sido dada? ¿Y esos milagros hechos por sus manos? ¿No es éste el carpintero, el hijo de María y hermano de Santiago, Joset, Judas y Simón? ¿Y no están sus hermanas aquí entre nosotros?” Y se escandalizaban a causa de él» (Mc 6,2-3).

En Cafarnaúm la gente lo rodea con tal entusiasmo que «no podían ni comer». El Evangelio nos relata dos hechos que allí ocurren, que se refieren a dos opiniones erradas sobre Jesús. Ambos hechos darán a Jesús ocasión para proponer importantes enseñanzas. La primera opinión errada es la de sus propios parientes: «Se enteraron sus parientes y fueron a retenerlo, pues decían: “Está fuera de sí”». Si en su pueblo encontraban en él motivo de tropiezo, cuando predicó en presencia de ellos, cuánto más cuando lo que reciben son rumores. Llegan, pero no pueden acercarse a él, a causa de la multitud que lo rodea. Entonces, le mandan un recado: «Tu madre, tus hermanos y tus hermanas están afuera y te buscan». Su madre, sabemos bien quién es; pero sus hermanos y hermanas no son hermanos carnales. En la Biblia la palabra «hermano» describe cualquier relación de parentesco, incluso sólo de vecindad. Si se hubiera querido decir hermano carnal, la expresión habría sido ésta: «Tu madre y los hijos de tu madre te buscan». Así se expresa el salmista: «Para mis hermanos (parientes y vecinos) soy un extranjero, un desconocido para los hijos de mi madre (hermanos carnales); pues me devora el celo de tu casa» (Sal 69,9-10; cf. Cantar 1,6).

Jesús aprovecha la ocasión para enseñar cuál es la verdadera hermandad que él viene a instituir respecto de sí mismo: «“¿Quién es mi madre y mis hermanos?”. Y, mirando en torno a los que estaban sentados a su alrededor, dice: “Estos son mi madre y mis hermanos. Quien cumpla la voluntad de Dios, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre”». Jesús es el Hijo de Dios hecho hombre. Él se encarnó y se hizo hombre para hacernos a nosotros hijos de Dios por la incorporación a Él, por medio del Bautismo y sobre todo de la Eucaristía. Incorporados a Él, que es el Hijo, nosotros podemos con toda verdad llamarnos sus hermanos y dirigirnos a Dios diciendo: «Padre nuestro». Pero no decimos esto con verdad, si no agregamos: «Hágase tu voluntad, en la tierra como en el cielo». Es como decir: «Que nosotros hagamos tu voluntad como la hace tu Hijo». Por eso, Jesús formula la hermandad respecto de Él, que es la filiación respecto de Dios, diciendo: «Quien cumpla la voluntad de Dios, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre».

Un tratamiento aparte merece su madre, pues ella es única. Los hermanos de Jesús son muchos, como lo afirma la Carta a los Hebreos: «Tanto el Santificador como los santificados tienen todos el mismo origen. Por eso no se avergüenza de llamarlos “hermanos”» (Heb 2,11). Así los llama, en efecto, cuando les manda un mensaje con María Magdalena: «Anda donde mis hermanos y diles: “Subo a mi Padre y Padre de ustedes, a mi Dios y Dios de ustedes”» (Jn 20,17). Pero nadie ha pretendido al nombre de “Madre de Jesús”, fuera de la Virgen María. Ella es también la primera de sus hermanas, pues nadie ha respondido a la voluntad de Dios como ella: «He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu Palabra» (Lc 1,38).

La segunda opinión errada ─¡muy errada!─ sobre Jesús que nos presenta el Evangelio de hoy es la de los escribas: «Los escribas que habían bajado de Jerusalén decían: “Está poseído por Belcebú y por el príncipe de los demonios expulsa los demonios”». No pueden negar que Jesús expulsa los demonios. Más aun, los demonios, muy a su pesar, confiesan: «¿Qué tenemos nosotros contigo, Jesús de Nazaret? ¿Has venido a destruirnos? Sé quién eres tú: el Santo de Dios» (Mc 1,24). Jesús pacientemente trata de hacerles cambiar de opinión por medio de dos comparaciones paralelas, que el Evangelio llama “parábolas”. Citaremos sólo la conclusión: «Si Satanás se ha alzado contra sí mismo y está dividido, no puede subsistir, pues ha llegado su fin». No sabemos si los hizo cambiar de opinión. A nosotros nos interesa la enseñanza: «En verdad les digo que todo será perdonado a los hijos de los hombres, los pecados y las blasfemias, cualesquiera que sean». Él lo puede asegurar, pues Él lo obtuvo reparando con su muerte en la cruz todo pecado: «Este es el cáliz de mi Sangre… que será derramada para el perdón de los pecados». ¡No hay ningún pecado que pueda cometer el ser humano que no haya sido expiado! ¡No hay pecados irremisibles! Y, sin embargo, Jesús parece hacer una excepción: «Quien blasfeme contra el Espíritu Santo, no tendrá perdón nunca, antes bien, será reo de pecado eterno». ¿Cuál es esta blasfemia contra el Espíritu Santo, que no tiene perdón? El evangelista lo explica: «Es que decían: “Está poseído por un espíritu inmundo”». El Espíritu Santo es quien infunde en nuestro corazón el dolor del pecado que permite el perdón. Blasfemar contra el Espíritu Santo es cerrarse a la gracia del perdón. Es como el náufrago que rechaza la única tabla de salvación que se le ofrece. Declarar que Jesús, el único Salvador, es connivente con Satanás es esa blasfemia que no tiene perdón. Es como porfiar que la luz es oscura.

+ Felipe Bacarreza Rodríguez

Obispo de Santa María de los Ángeles

(Visited 108 times, 1 visits today)

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *