Cartas Pastorales

El Evangelio de Hoy Domingo 14 enero 2018

Jn 1,35-42

Permanece en mí y yo en él

La celebración del Bautismo del Señor (que este año se trasladó al lunes siguiente a la Epifanía), inaugura el tiempo litúrgico ordinario. Hoy celebramos el Domingo II del tiempo ordinario. Consecuentemente, el Evangelio nos relata la vocación de los primeros discípulos de Jesús: Andrés, un discípulo anónimo y, sobre todo, Pedro.

El Evangelio comienza indicando una circunstancia de tiempo y otra de lugar: «Al día siguiente, Juan se encontraba de nuevo allí con dos de sus discípulos». Sabemos cuál es ese lugar, porque lo ha dicho antes el mismo Evangelio: «Esto ocurrió en Betania, al otro lado del Jordán, donde estaba Juan bautizando» (Jn 1,28). ¿Qué ocurrió en ese lugar el día anterior? Leamos: «Juan ve a Jesús venir hacia él y dice: “He ahí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” … Juan dio testimonio diciendo: “He visto al Espíritu que bajaba como una paloma del cielo y permanecía sobre él… yo lo he visto y doy testimonio de que éste es el Elegido de Dios”». Este impactante testimonio de Juan no tuvo ese día reacción. Es como si la inmensidad de lo declarado acerca de Jesús necesitara un tiempo de reflexión para ser asumido. La reacción se producirá «al día siguiente».

El día siguiente Jesús ya no viene expresamente hacia Juan, sino que Juan, «viendo a Jesús caminando, dice: “He ahí el Cordero de Dios”», repitiendo su testimonio anterior. Y esta vez, «oyéndolo hablar así, los dos discípulos siguieron a Jesús». Lo siguen, porque creen al testimonio de Juan; pero ahora ellos mismos quieren descubrir quién es Jesús, por medio del contacto personal con él. Eran discípulos de Juan y éste les había dicho: «En medio de ustedes está uno a quien no conocen, que viene detrás de mí, a quien yo no soy digno de desatarle la correa de su sandalia» (Jn 1,26-27). Buscan a ése.

«Jesús se volvió, y al ver que lo seguían les dice: “¿Qué buscan”?». La pregunta es difícil, porque ellos buscan algo que no conocen, mientras no lo encuentren. Por eso, su respuesta es una pregunta sobre el mismo Jesús: «Rabbí –que traducido se dice: “Maestro”– ¿dónde permaneces?». Preguntar: «¿Quién eres tú?», habría sido demasiado inquisidor. Es la pregunta que habían hecho a Juan los sacerdotes y levitas del grupo de los fariseos, enviados por los judíos de Jerusalén, para investigarlo. Por otro lado, la pregunta sobre dónde, permite que Jesús responda invitándolos a entrar en su propia intimidad: «Vengan y verán».

«Fueron, pues, vieron dónde permanecía y permanecieron junto a él aquel día». Hemos conservado en la traducción el verbo «permanecer» (griego: «ménein»), porque es uno de los verbos característicos del IV Evangelio. El evangelista lo usa con insistencia y no puede estar aquí carente de intención. En el Evangelio no encontramos ningún indicio de alguna habitación fija de Jesús; más bien al contrario: «El Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza» (Mt 8,20). En cambio, más adelante Jesús dirá a sus discípulos cuál es, en realidad, su casa, que será también la de ellos: «En la casa de mi Padre hay muchas habitaciones… ahora voy a prepararles un lugar… luego, vendré y los tomaré conmigo, para que donde yo esté, estén también ustedes» (Jn 14,2-3). Entonces la permanencia no será sólo «aquel día», sino para siempre.

«Permanecieron junto a él». En este primer encuentro de los discípulos con Jesús el evangelista precisa que la permanencia es «junto a él». Habrá un claro progreso, porque más adelante Jesús asegura que la permanencia de sus discípulos es «en él» y revela el modo de realizarla: «El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él… Yo soy la vid, ustedes, los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto» (Jn 6,56; 15,5).

No sabemos qué hablaron aquel día. Pero podemos deducirlo del modo como Andrés, que era uno de esos dos discípulos, lo refiere a su hermano Simón: «Éste (Andrés) se encuentra primeramente con su hermano Simón y le dice: “Hemos encontrado al Mesías” (que traducido se dice: “Cristo”). Y lo llevó a Jesús». De ese primer día junto a Jesús, Andrés adquirió la convicción de que Jesús era el anunciado por los profetas y el esperado por Israel, el Ungido, el Cristo.

Esta acción de Andrés estaba destinada a tener trascendencia en la historia; fue la causa del primer encuentro de Pedro con Jesús.  «Fijando su mirada en él, Jesús le dijo: “Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas” (que traducido se dice, “Piedra”)». Esa mirada que Jesús fijó en él no la olvidaría Pedro nunca más. Ciertamente, debió recordarla, cuando, después de negar a Jesús tres veces, la sintió de nuevo sobre sí: «El Señor se volvió y miró a Pedro, y recordó Pedro las palabras del Señor, cuando le dijo: “Antes que cante hoy el gallo, me habrás negado tres veces”. Y, saliendo fuera, rompió a llorar amargamente» (Lc 22,61-62).

Ese encuentro personal que tuvieron con Jesús sus primeros discípulos, que significó un vuelco en sus vidas, lo podemos tener nosotros cada domingo en la Eucaristía. En la Eucaristía se produce la unión más estrecha con Jesús, según su declaración: «Permanece en mí y yo en él». El que ha tenido esta experiencia no puede retenerla sólo para sí mismo; debe comunicarla como hizo Andrés con su hermano: «Lo llevó a Jesús».

+ Felipe Bacarreza Rodríguez

Obispo de Santa María de los Ángeles

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