Cartas Pastorales

El Evangelio de Hoy Domingo 26 junio 2016

Lc 9,51-62

Cristo no quita nada y lo da todo

En el Evangelio del domingo pasado leíamos el primer anuncio que hace Jesús de su pasión y muerte. Cuando sus discípulos, por boca de Pedro, lo proclaman como el Cristo, el hijo de David que tiene que recibir un Reino que no tendrá fin, él les dice, en cambio: «El Hijo del hombre debe sufrir mucho, y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitar al tercer día» (Lc 9,22). En el Evangelio de este Domingo XIII del tiempo ordinario asistimos al momento en que Jesús emprende el camino hacia ese destino: «Sucedió que como se iban cumpliendo los días de su asunción, él tomó la firme decisión de dirigirse a Jerusalén». La expresión literal es muy gráfica: «Endureció el rostro para ir a Jerusalén». Es la actitud de quien va con una misión que no admite distracción. Más adelante, cuando Jesús encomienda una misión a sus discípulos, les manda: «No saluden a nadie por el camino» (Lc 10,4). Para describir la actitud de Jesús no hay  medio mejor que su misma expresión: «Pone la mano en el arado y no mira hacia atrás».

Sabemos que Jesús viajó desde Galilea a Judea a través de Samaría y no por la ruta del valle del Jordán ni tampoco por la ruta de la costa. Sabemos, además, que haciendo camino iba anunciando el Reino de Dios. De hecho, Lucas presenta a Jesús caminando hacia Jerusalén en diez capítulos de su Evangelio, desde 9,51 hasta 19,41. Nosotros lo acompañaremos en ese camino los próximos domingos. Jesús quiere hacerse anunciar en los pueblos donde pasa: «Envió mensajeros delante de sí». Es la misión que compete a sus apóstoles. Ellos deben preparar el camino al Señor. Su venida debe ser anhelada y esperada. Así se resume la misión de la Iglesia a lo largo de los siglos. Esa preparación la encontramos ya en el primer escrito del Nuevo Testamento: «En cuanto a ustedes, hermanos, que el Señor los haga progresar y sobreabundar en el amor de unos con otros… para que se consoliden sus corazones en una santidad irreprochable ante Dios, nuestro Padre, para la Venida de nuestro Señor Jesucristo, con todos sus santos» (1Tes 3,12.13).

Los mensajeros «entraron en un pueblo de samaritanos para preparar las cosas para él; pero no lo recibieron porque su rostro estaba dirigido a Jerusalén». Se deja ver la enemistad que había, principalmente por causa de sus respectivos lugares de culto, entre samaritanos y judíos. Ante el rechazo de los samaritanos, los dos hermanos, Santiago y Juan, reaccionan, diciendo: «Señor, ¿quieres que digamos que baje fuego del cielo y los consuma?». Ellos  quieren que Jesús actúe como el profeta Elías, cuando el rey Ocozías mandó cincuenta hombres a decirle: «Hombre de Dios, el rey manda que bajes». El profeta respondió: «Si soy hombre de Dios, que baje fuego del cielo y te devore a ti  y a tus cincuenta». Así ocurrió. Y esto se repitió dos veces (cf. 2Reg 1,9-12). Pero Jesús demuestra que él es más que Elías y su misión es muy distinta. Él vino a salvar a los samaritanos y no a destruirlos: «Volviendose (hacia los hermanos), los reprendió». La única sanción para ese pueblo es esta: «Se fueron a otro pueblo». Se vieron privados de lo más grande, verdadero y bello que ha venido a este mundo. Ellos no pudieron decir como otros vecinos samaritanos, después que acogieron a Jesús durante dos días: «Nosotros mismos hemos oído y sabemos que éste es verdaderamente el Salvador del mundo» (Jn 4,42).

En este contexto de la resolución con que Jesús se dirige a Jerusalén para cumplir su misión, nos presenta el Evangelio tres breves episodios de vocación. En los tres la expresión clave repetida es «seguir a Jesús».

«Mientras iban caminando, uno le dijo: “Te seguiré adondequiera que vayas”». El seguimiento de Jesús «adondequiera que él vaya» es siempre respuesta a una llamada suya. Habríamos deseado escuchar esa respuesta del joven rico a quien Jesús llamó, diciendo: «Anda, vende todo lo que tienes y dalo a los pobres… Luego, ven y sígueme». Jesús pone a ese hombre que se ofrece a seguirlo ante esa misma exigencia radical. Lo hace en su forma habitual, de manera viva y colorida: «Las zorras tienen guaridas, y las aves del cielo nidos; pero el Hijo del hombre no tiene donde reclinar la cabeza». No sabemos cómo reaccionó este hombre, si siguió adelante con su deseo de seguir a Jesús o se echó atrás. El hecho de que el Evangelio no nos conserve el nombre –como ocurre con aquel joven rico– indica, más bien, que desistió.

En el segundo caso es Jesús quien llama: «A otro dijo: “Sígueme”. Él respondió: “Déjame ir primero a enterrar a mi padre”». No se aclara, si esta condición que pone significa un lapso de años, hasta que el padre muera, o si ya había muerto y pedía licencia sólo para ir al entierro. En todo caso, Jesús responde rechazando la condición: «Deja que los muertos entierren a sus muertos; tú vete a anunciar el Reino de Dios». La respuesta de Jesús suena muy dura a nuestro oídos secularizados. Esa respuesta nos revela el carácter absoluto de su llamada. Nos enseña que nada, ni lo más sagrado, como es el amor al padre, debe anteponerse a ella. Nadie, fuera del Hijo de Dios hecho hombre puede pretender eso.

En el tercer caso, otro le responde poniendo una condición que parece normal: «Te seguiré, Señor; pero déjame antes despedirme de los de mi casa». Leemos en la primera lectura de este domingo, cómo reaccionó Elías, cuando habiendo llamado a Eliseo, éste pidió la misma licencia: «“Déjame ir a besar a mi padre y a mi madre y te seguiré”. Le respondió: “Anda y vuelve”» (1Reg 19,20). Pero Jesús, nuevamente, se revela superior a Elías. Su llamada no es a compartir la condición de profeta como era la llamada de Elías, sino la condición de hijo de Dios, que es la de Jesús. Por eso, la respuesta debe ser decidida como fue decidido él, cuando se trató de su misión: «Nadie que pone la mano en el arado y mira hacia atrás es apto para el Reino de Dios». Tenemos, sin embargo, esta promesa del mismo Jesús: «Busquen primero el Reino de Dios y su justicia, y todas esas cosas se les darán por añadidura» (Mt 6,33). Con razón decía Benedicto XVI en la solemne Misa de comienzo de su pontificado: «¡No tengan miedo de Cristo! Él no quita nada y lo da todo» (Plaza San Pedro, 24 abril 2005).

+ Felipe Bacarreza Rodríguez

Obispo de Santa María de Los Ángeles

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